Opinión | BLOGLOBAL

Albert Garrido

Periodista

Líbano o la escalada interminable

Tel Aviv durante el ataque iraní de la noche del martes. / REUTERS

El lunes se cumple un año del ataque terrorista de Hamás que causó más de mil muertos en suelo israelí, que permitió al atacante llevarse rehenes de los que se desconoce cuántos siguen con vida en manos de sus captores y que desencadenó la ofensiva israelí en la Franja de Gaza que suma más de 41.000 muertos. En ese año de tragedia, lo que empezó como una guerra a sangre y fuego en los 360 km2 de la Franja ha degenerado en una crisis regional en la que los dos grandes adversarios irreductibles de Oriente Próximo, Israel e Irán, se enfrentan en Líbano dada la dependencia de Hizbulá del apoyo militar y económico de la república de los ayatolás. Quienes advirtieron desde el primer momento de los peligros de la extensión del conflicto más allá de Gaza han visto cómo se materializan sus peores presagios; los riesgos inmediatos son enormes.

El apoyo poco menos que ilimitado de Estados Unidos a Israel permite a Binyamin Netanyahu y su gabinete de extrema derecha sostener de momento dos grandes operaciones militares, en Gaza y en el sur de Líbano, mantener la eficacia probada de la Cúpula de Hierro, el sistema antimisiles estructurado en tres capas para la interceptación de la cohetería iraní, y desoír sin consecuencias las voces sensatas que reclaman el cese de las hostilidades y el cumplimiento de las normas del derecho internacional. Cuenta además Israel con la comprensión de Alemania, que agrava la división europea en cuanto atañe a la situación en Oriente Próximo, y la inoperancia de la Liga Árabe, divorciada de la calle árabe, foro de posiciones extremadamente contenidas que cuentan con el aliento principal de Arabia Saudí y los gobernantes de países que guardan en la memoria el recuerdo de las primaveras árabes, de aquella movilización que quedó a un paso de lograr una impugnación general del statu quo.

Se da además la circunstancia de que la comparecencia de Irán en plena crisis opaca el desarrollo de los acontecimientos en Gaza, convertidos al cabo de un año en un drama habitual con cabida en los noticiarios. La razón es obvia: la repercusión de una confrontación directa de Israel con Irán supondría una mundialización de la crisis, con un seguro encarecimiento del petróleo -La OPEP y Rusia han anunciado un aumento de la producción a partir de diciembre para que tal cosa no suceda- y un efecto dominó en el comercio internacional, las finanzas y la inflación en cada país. Cierto es que las autoridades iranís se han dado por satisfechas con la última andanada de misiles contra Israel, pero analistas tan experimentados y bien informados como Richard Haass avizoran que Alí Jamenei, líder espiritual iraní, “está bajo una intensa presión interna de los partidarios de la línea dura y las élites conservadoras para restablecer cierta disuasión y reforzar la credibilidad de Irán dentro del Eje de la Resistencia, a riesgo de inducir problemas no deseados”. La volatilidad del momento es demasiado alta como para descartar las peores hipótesis.

Lo cierto es que son muchas las voces que comparten la opinión de Ian Bremmer, presidente de Eurasia Group, de que un “conflicto regional es casi inevitable”, aunque Hizbulá haya quedado descabezado y encare un proceso de reorganización de la cúpula y de la estructura de sus unidades, y al régimen iraní le importe más avanzar en alguna forma de conllevancia con Estados Unidos con tal de lograr una relajación de las sanciones que asfixian su economía y alimentan el descontento popular. El hecho es que el comercio iraní de petróleo tiene solo un gran cliente, China, para la que mantener el flujo de suministros es tan esencial como para Irán, y una situación de inestabilidad acrecentada es inasumible. Pero es imposible responder de forma categórica a la gran pregunta: ¿qué coste está dispuesto aceptar el establishment político iraní para no incomodar a Estados Unidos e Israel más de la cuenta?

Tales reflexiones en medio de una escalada interminable desvían a menudo la atención sobre la tragedia humana y la transgresión permanente del derecho internacional humanitario mediante operaciones militares de naturaleza muy variada que cuestan la vida a un número cada vez mayor de inocentes, víctimas de un conflicto que las obliga a experimentar una sensación de vulnerabilidad extrema. Nada hay más seguro en esa extensión de la guerra que el sacrificio de cuantos se hallan inermes en medio de la batalla. Causa sonrojo comprobar que en la gestión de la crisis no abunda la preocupación por las víctimas o aparece en muchos discursos de forma esporádica y tangencial, como un añadido. Y cuando es más intensa y explícita, entonces Binyamin Netanyahu niega al secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, pisar Israel.

A decir verdad, el desplante del primer ministro no es más que la última prueba, por si esta faltaba, de que la eficacia de las Naciones Unidas se manifiesta en sentido decreciente, secuestrada por el derecho de veto de las cinco grandes potencias y por un desorden mundial en aumento frente al que se manifiesta del todo inoperante. Es por demás sabido que el funcionamiento de la ONU responde a un reparto del poder planetario derivado del desenlace de la Segunda Guerra Mundial, y es asimismo sabido que nuevas realidades, agavilladas genéricamente en la expresión Sur Global, se sienten defraudadas por el desempeño de la organización, tributaria de una lógica sin capacidad ejecutiva para actuar en consecuencia cuando se desobedece una resolución del Consejo de Seguridad. El caso de Israel no es el único de contumaz desprecio por las resoluciones aprobadas que le son desfavorables, aunque sí el más repetido.

Pulsa para ver más contenido para ti

Esa fragilidad del arbitraje internacional de los conflictos es la que autoriza a temer que Israel considere desencadenar una guerra total con Irán después del bombardeo de Tel Aviv, a pesar de que el presidente Joe Biden ha advertido a su aliado que se opone a nuevas represalias, singularmente contra instalaciones del programa nuclear iraní. Ha entrado la crisis abierta en Gaza en una lógica de expansión de la guerra que lleva al Gobierno israelí a considerar que es posible mantener el envite en tres frentes: Gaza, Líbano e Irán. Una hipótesis de trabajo que no comparten los generales, pero que necesita explorar Netanyahu para mantenerse en el poder y no acabar declarando ante un juez por varios casos de corrupción. Una razón última para seguir en la brecha que nada tiene que ver con la pervivencia de Israel o el desafío de las milicias sostenidas por Irán.