Opinión | BLOGLOBAL

Albert Garrido

Periodista

México desentierra el indigenismo

Andrés Manuel López Obrador y Claudia Sheinbaum. / AP

La decisión de las autoridades mexicanas de no invitar a Felipe VI a la ceremonia de inicio de mandato de Claudia Sheinbaum reabre el muy viejo asunto de la petición de disculpas a los muy lejanos sucesores de quienes en su día, durante el régimen colonial, autorizaron, consintieron, promovieron o simplemente ignoraron los desmanes de quienes entre la aventura de Cristóbal Colón y las independencias –principios del siglo XIX– administraron y explotaron lo que hoy unos llaman Hispanoamérica o Ñamérica –el topónimo, un invento de Martín Caparrós- y otros Latinoamérica, un nombre que incluye a Brasil. No se sabe muy bien qué fundamento histórico tiene pedir tales disculpas dos siglos después del final de la colonia menos en Cuba y Puerto Rico, pero eso hizo hace cinco años el presidente saliente, Andrés Manuel López Obrador, que sigue a la espera de carta, mensaje o declaración que se amolde a su exigencia. El caso es que el Gobierno español ha decidido no acudir a la toma de posesión de Sheinbaum por lo que considera un desaire al jefe del Estado, y no parece que la reacción sea desorbitada a la luz de la tradición y de la larga lista de actos y convocatorias similares a las que ha acudido el Rey y aun antes de serlo, con el título de Príncipe de Asturias.

Sostuvo Martín Caparrós en una de las presentaciones de su libro Ñamérica, año 2021, que el neoindigenismo es una forma de nacionalismo de nuevo cuño, que explora las señas de identidad en lo que define como “un cuadro ahistórico, idílico, estático en que, alrededor del año 1500 , había pueblos originarios casi felices y muy legítimos y consustanciados con sus territorios, y llegaron unos señores malos y pálidos que los corrieron a guantazos”. Más allá de la retranca del escritor, sobresale la crítica acerada, que recurre a la exageración para resaltar la inconsistencia de las reclamaciones a los descendientes de quienes, fruto de una dinámica histórica tan diferente a la de hoy, se quiere que se excusen por los desmanes de sus antepasados, de quienes vivieron y progresaron y se enriquecieron a la sombra de la colonia. No tiene un sentido reparador tantas generaciones después pedir disculpas por sucesos tan alejados de nuestros días, como sí lo tiene, sin duda, la devolución a sus legítimos dueños de todos los materiales que fueron traídos a Europa por los conquistadores y que son parte de la identidad cultural y la historia de los pueblos colonizados.

Afirma Carlos Granés en Delirio americano que después de toda clase de “revoluciones, utopías, militares de caricatura, víctimas de todo tipo y redentores en busca de pueblos a los cuales guiar”, surgió la necesidad de espantar “fantasmas familiares”, entre ellos “ya no el imperialismo, sino el colonialismo”. Aunque para ello hiciese falta poner en segundo término o presentarlo como excepción el legado de Bartolomé de las Casas, nombrado Protector de los Indios mediado el siglo XVI, o el experimento de las misiones o reducciones jesuitas –una treintena- que en un vasto territorio de la franja central de América del Sur acogieron en el siglo XVII a comunidades indígenas con gran incomodo de la Administración colonial y aun de la propia Iglesia (véase la excelente La misión). Aunque resuene para siempre en el ámbito americano la poesía de sor Juana Inés de la Cruz, que incorporó el náhuatl clásico a su obra, escrita principalmente en castellano.

Recordó el escritor mexicano Carlos Fuentes en un largo artículo dedicado a la figura eminente de Alfonso Reyes, que para él era ser mexicano “un hecho, no una virtud”. Reyes “nunca dejó de ser atacado por los chovinistas irredentos, los escritores inferiores, los resentidos y los que buscaban en su obra lo que no estaba, lo que no tenía por qué estar allí”, rememoraba Fuentes en el retrato de su amigo. Es fácil adivinar en su distanciamiento del nacionalismo la convicción de que la nación como un valor absoluto carece de consistencia. Pero hay un renacer de esa idea sustantiva que lo mismo vale en México para tensar la relación con España que en Estados Unidos para ahondar en la fractura social.

La crisis abierta por México resulta especialmente extemporánea porque el vínculo histórico con España es más que reseñable. Gran parte de lo mejor del exilio español al final de la guerra civil fue acogido por el presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940), hizo una contribución sustancial al programa reformista del mandatario y al desarrollo durante decenios de los diferentes escalones educativos. Tal fue la complicidad de México con los exiliados que España no restableció las relaciones diplomáticas hasta los inicios de la transición. Todo esto parece importar menos que el hecho histórico de que la conquista de lo que hoy es México “se hizo con la espada y con la cruz”, según escribió López Obrador en la carta de 2019 en la que, en plena conmemoración de dos siglos de independencia, pidió a Felipe VI que se excusara por el agravio histórico (cierto es que a ningún régimen colonial le ha guiado la benevolencia, pero eso es tan sabido como irreparable).

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El escritor y diplomático mexicano Sealtiel Alatriste explicó en cierta ocasión en Barcelona, donde fue cónsul de su país, que el mayor infortunio del imperio azteca fue que la llegada de la expedición de Hernán Cortés cumplió la profecía que daba por cierto que los dioses llegarían por mar: así fue como llegaron los españoles, seres que montaban animales desconocidos como los caballos, de complexión y cultura del todo diferentes a las de los aztecas. Desde luego, esa no fue la única razón del triunfo y dominio de Cortés, pero no es en absoluto despreciable la naturaleza mítica del primer momento; desde luego también pesaron la superioridad militar, la codicia, las traiciones y acaso la decadencia de la corte de Cuauhtémoc. Pero, claro, remontarse a días tan lejanos (1521) y no parar en la exigencia de reparación por lo sucedido hasta 1819 se antoja algo desmedido, alejado de la relación cordial entre dos sociedades, la española y la mexicana, habitualmente tan próximas. Por cierto, para llegar a tal conclusión no hace falta ser monárquico. 

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