Opinión | BLOGLOBAL

Albert Garrido

Periodista

Netanyahu agranda los riesgos en el frente libanés

Hizbulá celebra un funeral por cuatro de los muertos en las explosiones de buscas y walkie-talkies en Líbano. / WAEL HAMZEH / EFE

La bajeza moral del Gobierno de Binyamin Netanyahu igualó hace tiempo la de los terroristas de Hamás y se ha puesto a la misma altura de la de Hizbulá con la barbaridad perpetrada el martes y el miércoles en suelo libanés al convertir buscas y walkie-talkies en armas de guerra, útiles para desencadenar un ataque indiscriminado contra la población civil. El censo de muertos y heridos desborda claramente el derecho de Israel a defenderse, invocado de nuevo por diferentes voceros, y justifica una vez más atribuir a Netanyahu y sus secuaces la condición de sañudos sanguinarios, ejecutantes de una estrategia que hace subir unos peldaños más la escalada en Oriente Próximo, cada día más cerca la región de una crisis generalizada con Irán a la expectativa. No de otra forma debe interpretarse la amenaza de Hasán Nasrala, líder de Hizbulá, al amenazar a Israel con una respuesta a la altura del agravio a pesar del daño causado a las comunicaciones de la organización y a la sospecha más que fundamentada de que, en su dirigencia, el Mosad ha infiltrado agentes.

Es poco creíble que Estados Unidos no estuviera al caso de los ataques por más que el secretario de Estado, Antony Blinken, diga lo contrario. Es igualmente improbable que el Gobierno israelí lance una operación a gran escala, de una efectividad escalofriante y consecuencias bastante previsibles, sin tener informado a su primer y mayor valedor, pues su capacidad operativa solo se explica por el apoyo incondicional de Estados Unidos, cuya traducción práctica inmediata es la ayuda militar poco menos que ilimitada que destina al esfuerzo de guerra israelí. Sería incluso más alarmante dentro de una situación de por sí desbocada que ciertamente Estados Unidos no supiera nada; confirmaría la sospecha de muchos de que el genio salió de la lámpara hace tiempo y la Casa Blanca suele ir por detrás de los acontecimientos (las arbitrariedades cometidas por gobiernos israelís desde hace décadas).

Es literalmente inútil el llamamiento de António Guterres, secretario general de la ONU, para que útiles de uso cotidiano no se conviertan en armas de guerra; nada vale que la Asamblea General exigiera el miércoles por amplia mayoría la retirada de Israel de los territorios palestinos ocupados en un plazo máximo de doce meses. Ni el secretario general tiene capacidad ejecutiva ni las resoluciones de la Asamblea General son de obligado cumplimiento -las del Consejo de Seguridad sí lo son y tampoco se cumplen- ni es Palestina, que presentó el proyecto de resolución, un miembro de pleno derecho, aunque en los últimos tiempos ha visto ampliadas sus competencias. Todo tiene un valor simbólico, desautorizado o neutralizado de facto por la alianza de Estados Unidos e Israel; todo se atiene a una escenografía que es fiel reflejo de la impotencia de la comunidad internacional para contener la matanza.

Sigue vigente la vieja sentencia de Israel Zangwill, principios del siglo XX, “un pueblo sin tierra para una tierra sin pueblo”, y prevalece el eslogan atribuido a diferentes padres de la creación del Estado de Israel: nuestros límites están en la punta de nuestros fusiles. Son minoría las mentes lúcidas, caso de David Grossman, que reclaman la solución política de los dos estados; en una atmósfera de militarización permanente de los espíritus arraiga la idea cada vez más extendida de un Israel del río -el Jordán- al mar. La provocación estúpida de un ministro afecto al fundamentalismo mosaico que alberga el proyecto de construir una sinagoga en la Explanada de las Mezquitas es apenas un síntoma de la degradación moral de Netanyahu y su equipo.

Enumerar tales cosas no es salir en defensa del sectarismo de Hizbulá, de justificar su desafío a las instituciones libanesas, cuyo cometido condiciona cuando no las incapacita, en especial el Ejército, en clara inferioridad frente a los combatientes islamistas. Es Hizbulá fruto de los acontecimientos que se vivieron en Líbano a partir de la invasión israelí de 1982, de la evacuación de Beirut de la dirección de la OLP, de la larga guerra civil libanesa (1975-1990), de la creación por Israel de una franja de seguridad entre el río Litani y la frontera de la que se retiró en 2000, del inacabable conflicto de las granjas de Shebaa, de la guerra del verano de 2006 en la que los milicianos de Hasán Nasrala plantaron cara a Israel y que llevó al primer ministro Ehud Barak a aceptar la creación de una fuerza de interposición de las Naciones Unidas. De todas las facciones implicadas en algún momento en esa larga secuencia de acontecimientos -forzosamente resumida en las líneas precedentes-, fue Hizbulá la que supo sacar mayor partido, ayudada en su empresa por la asistencia de Irán, enclave principal de la rama chií del islam, que profesan Nasrala y los suyos, y por el auge progresivo del yihadismo.

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El golpe de mano israelí mediante la explosión de los aparatos de comunicaciones debilita momentáneamente la capacidad operativa de Hizbulá, pero está lejos de liquidarla. La comunidad chií del Líbano supera el 30% del censo, la economía del país no levanta cabeza desde la explosión del puerto de Beirut en 2020 y, como sucede en la Franja de Gaza con Hamás, cada golpe de Israel opera como un banderín de enganche que procura nuevos militantes a Hizbulá. Está en lo cierto el ministro de Defensa de Israel, Yoav Gallant, cuando anuncia que “la guerra en Oriente Próximo ha entrado en una nueva fase”, pero no solo por la arremetida contra Líbano, sino porque la respuesta puede inducir un cambio de comportamiento en actores hasta ahora comedidos o dispuestos a limitar su reacción ante las envestidas israelís. ¿Seguirá Irán evitando una implicación directa en la escalada? ¿Mantendrá la Liga Árabe la actitud casi contemplativa inducida por Arabia Saudí? ¿Pueden concretarse alineamientos oportunistas más explícitos -Rusia, China- para influir decisivamente en el desarrollo de los acontecimientos? Toda respuesta resulta inquietante, cualquiera que sea su sentido; se ha adueñado del paisaje la inevitabilidad del agrandamiento de la tragedia.