Opinión | BLOGLOBAL

Albert Garrido

Periodista

Harris desactiva la euforia de Trump

Kamala Harris, durante el debate del martes con Donald Trump en Filadelfia.

Pocas veces un debate entre dos candidatos a la presidencia de Estados Unidos ha concitado tanta atención y tantos análisis como el del martes en Filadelfia entre Donald Trump y Kamala Harris. La desastrosa comparecencia de Joe Biden, que liquidó cualquier posibilidad de que pudiera aspirar a la reelección, el viento de popa para Trump, el rosario de acontecimientos que llevaron a Harris a ser nominada, el cambio en las encuestas y el nerviosismo perceptible entre los estrategas republicanos acabó con la muy generalizada creencia de que los debates en televisión entre aspirantes a la Casa Blanca influyen poco en el resultado final. Aumentó en cambio la percepción de que la vicepresidenta llevó contras las cuerdas al expresidente y que quizá sea ese el punto de partida de un cambio efectivo en las encuestas, que hasta el último domingo daban un empate técnico.

Cobra así sentido el fondo del análisis de Ian Bremmer, presidente del think tank Eurasia Group: “No hace falta decir que este debate no va a convencer a ningún partidario de ninguno de los dos bandos de cambiar su voto. Pero si usted es uno de los pocos votantes potenciales no comprometidos que decidirán esta elección, lo más probable es que haya visto a Harris, que nunca antes había sido puesta a prueba a este nivel, como la ganadora indiscutible”. Y ahí radica el origen de las inquietudes republicanas: si unos pocos votos en siete estados decidirán la elección del 5 de noviembre, si serán los indecisos los que decantarán el resultado, la imagen de Harris ha subido enteros y las bravuconadas de Trump han salido heridas del encuentro de Filadelfia. No a ojos de sus partidarios seguros, sino de quienes aún deshojan la margarita a cincuenta días de las elecciones.

Alguien ha escrito que finalmente la elección del presidente depende del voto de un puñado de votos en unos pocos estados, de un número muy pequeño de electores, indecisos que migran a cada elección de un partido a otro o defraudados afectos al voto de castigo. Esa es la realidad: en el anticuado sistema de Estados Unidos, los votos electorales que corresponden a cada estado son para el candidato vencedor en votos populares. De no ser así, Hillary Clinton habría sido la vencedora en 2016 -sacó una ventaja de 2,9 millones de votos a Donald Trump- y habría fracasado estrepitosamente el intento de Trump en 2020 de presentar como fraudulenta la elección de Joe Biden, que sacó siete millones de votos populares más que su adversario. Es decir, el sistema confiere una importancia desorbitada al voto indeciso en un pequeño número de estados -los swing states, estados oscilantes o estados bisagra, como se prefiera- porque al fin y al cabo se trata de un procedimiento de elección de segundo grado o indirecto en un colegio formado por 538 compromisarios.

En la cita de noviembre concurre un segundo factor de incertidumbre: el comportamiento de la minoría conservadora muy alejada de la transformación del Partido Republicano desde que Donald Trump desembarcó en él. La figura más representativa de esa facción, pequeña, pero no irrelevante, es Liz Cheney, hija de Richard Cheney, que ocupó la vicepresidencia durante los dos mandatos de George W. Bush. Un comentarista ha llamado conservadurismo reflexivo a ese sector del republicanismo histórico, y está por ver cuál será su comportamiento el 5 de noviembre. Puede que en sus menguadas filas proliferen los dispuestos a votar por Trump con una pinza en la nariz, pero no es descartable que una parte opte por la abstención o quizá por dar su voto a Harris. Porque, en última instancia, esa minoría de la minoría conservadora comparte con Joe Biden y muchos otros la opinión de que en la cita de noviembre está en juego la pervivencia de la cultura democrática.

El escritor Richard Ford declaró en junio en Madrid que a los estadounidenses “no les interesa nada”. La opinión manifestada en El Confidencial no estaba exenta de un pesimismo consciente -“No tener interés por tu propio país es una fórmula muy frágil. Eso me preocupa porque es algo muy intrínseco del país”-, pero la movilización lograda por los demócratas en pocas semanas induce a matizar sus reflexiones. La naturaleza de ceremonia de paso que se confirió a la comparecencia de Harris en el debate es fruto de una activación de la opinión pública ante riesgos ciertos; los antecedentes de Trump en el Despacho Oval operan en el mismo sentido. Trump mantiene muchos de sus atributos como agitador de masas, pero ha dejado de ser el líder arrollador frente al discurso inconexo de Biden; ahora es Trump el veterano que se enfrenta a una mujer veinte años más joven que él, es él el orador que divagó y perdió el hilo de sus argumentos durante un acto en Nueva York la semana pasada en el que se le preguntó por su programa de asistencia a la infancia.

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Los consultores del Partido Demócrata se han cuidado de sumergirse en la euforia, pero el rigor escénico de Kamala Harris -ocupó seis días en preparar el debate- ha desactivado la de Donald Trump. Hay sin duda partido, la suerte no está echada, los demócratas no han cruzado el Rubicón rumbo a la victoria, pero los republicanos tampoco y algunas cosas deberán cambiar en el enfoque de su campaña. No es posible dar una respuesta categórica al titular del último comentario de Ian Bremmer: Harris ganó el debate. ¿Importará? Pero sí es posible decir que ha cambiado la lógica de la gran carrera, algo notorio desde el desarrollo de la convención demócrata de Chicago y aún más visible desde el martes. Entre los estrategas demócratas pesa mucho el desenlace de la elección de 2016, el enfoque erróneo de la campaña en los estados bisagra -Hillary Clinton perdió en todos ellos-; entre los asesores republicanos cunde la sensación de que las proclamas de Trump son insuficientes para erosionar el colchón de votos de los demócratas en sus caladeros tradicionales: las minorías, las mujeres, los sindicatos, los grandes núcleos urbanos. Y aún así, Trump puede ganar como hace ocho años porque en una sociedad radicalmente dividida los discursos extremos y la grandilocuencia encuentran siempre auditorios prestos a apoyarlos.