Periodista
Gracias y desgracias de la lengua catalana
En honor a la verdad, hay que reconocer que el catalán cumple una importante función. Sirve para quejarnos, que no es poco
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El conseller de Polítiques Lingüístiques, Francesc Xavier Vila, este jueves en el Parlament / Parlament
La mayor desgracia que tenemos en Catalunya es la lengua catalana, de no contar con un idioma propio, todos los recursos y esfuerzos que le dedicamos los podríamos destinar a temas más importantes, es decir, a cualquiera, puesto que no hay nada más intrascendente que una lengua. Más allá del dinero que se nos lleva el idioma -y eso que no es poco- y que podríamos destinar a necesidades reales, es causa también de preocupaciones mundanas: esa gente que si el camarero o la cajera del súper se le dirige en castellano parece a punto de sufrir un síncope, sería mucho más feliz sin la existencia del catalán; esa otra que se ve en la obligación de contar en las redes sociales que se ha empeñado en hablar heroicamente en catalán aunque su interlocutor no lo entendía, dejaría de quedar como maleducada; esa que vive angustiada por si se levanta de buena mañana y su querida lengua ha desaparecido, conocería al fin la felicidad y dormiría a pierna suelta. Puestos a ser comunidad autónoma, nos iría mejor que Catalunya fuese como La Rioja, Cantabria o Castilla La Mancha, que con el castellano se apañan y no han de preocuparse de la subsistencia de cosa tan etérea como un idioma propio. Y encima yo no tendría que corregir a mi hijo Ernest, cuando dice «se m’ha caigut una croqueta».
-En català es diu «m’ha caigut», collons!
No siempre ha sido así, hubo un tiempo en que el catalán era simplemente una forma de comunicarse, lo usaba quien quería y quien no, lo obviaba. Hasta que a alguien se le ocurrió un día alertar de que corría peligro de desaparecer, y a partir de ahí todo fueron campañas, plataformas, asociaciones, instituciones y chiringuitos varios para evitarlo, ya que a nadie se le ocurrió responder lo más obvio: ¿y qué? Existen incluso concejalías municipales de lengua catalana (en mi ciudad, Girona, tenemos una, sin ir más lejos) y un departamento de la Generalitat con esa misma función, de Política Lingüística se llama, para que nos quede claro que el de la lengua es un tema político. Todo lo anterior con escaso éxito, según se deduce de las periódicas encuestas sobre la gente que lo usa habitualmente, aunque eso no importa mientras haya unos cuantos que vivan bien de ello, que los hay. Se me ocurren miles de ámbitos más interesantes en los que mostrar empeño, de hecho, no se me ocurre ninguno de menos importante.
No todo van a ser desgracias causadas por la lengua. En honor a la verdad, hay que reconocer que el catalán cumple una importante función. Sirve para quejarnos, que no es poco. Todo nacionalismo vive de la queja, y puesto que quejarnos de la redistribución de la renta nos hace parecer uno ricos que no quieren repartir lo suyo aunque para disimular le llamemos «déficit fiscal», solo nos queda la lengua como motivo de agravio. Pocas cosas más placenteras que gemir y llorar al descubrir el cartel de un pequeño comercio que incumple la obligación de estar en catalán. Pocos momentos más orgásmicos que el de enterarse que un guía turístico realiza sus explicaciones en castellano porque un viajero -¡uno solo, por Dios!- no entendía el catalán. Y quejarse de ello en las redes, en la Plataforma per la Llengua, en la Generalitat, en Ómnium, en el juzgado, en la ONU, en el VAR y ante el mismo Altísimo en el día del Juicio Final.
En su relato 'La realquilada', Lionel Shriver traza un retrato de los nacionalistas que, a pesar de inspirarse en Irlanda del Norte, parece estar escrito pensando en la Catalunya actual, o tal vez es que esos tipos son iguales en todas partes: «Un nacionalista es un quejica, un llorón. Como un conejito en un brezal, se regodea con las vejaciones. Él nunca hace nada malo. Y nunca se calla. Un nacionalista nunca está contento a menos que haga desgraciado a otro. Dicho esto, nunca es feliz. El nacionalista feliz es un oxímoron. Puede querer a sus hijos, a sus padres o a su perro -los nacionalistas también son humanos-, pero lo que un nacionalista quiere por encima de todo es su motivo de queja». La elevada función de la lengua catalana es esa, tener un motivo de queja perpetuo. Motivo suficiente para conservarla aunque no sirva para nada.
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