Opinión | Apunte

Andreu Escrivà

Ambientólogo y doctor en Biodiversidad. Autor del libro 'Encara no és tard: claus per entendre i aturar el canvi climàtic'. 

Que el turismo no nos robe los viajes

Turistes davant de la Sagrada Família, ahir. | JOSEP LAGO / AFP / EFE / Toni Albir

Pocos temas como el turismo suscitan últimamente tanto interés en mi entorno. Quizás el trabajo, el agotamiento vital y la falta de tiempo, que sin duda están relacionados con el deseo de escapar, de viajar muy lejos, de olvidarlo todo. Esa necesidad de distancia física y temporal con nuestra cotidianeidad va unida a la urgencia de un desplazamiento lo más rápido posible, así como a una suerte de productivismo personal, que nos empuja a aprovechar todos los minutos disponibles en nuestra desconexión vacacional. Nos sentimos impelidos a marcar el máximo posible de casillas de los must-see que las redes sociales nos han inoculado, intoxicando los cimientos del descanso y nuestra percepción del destino.

Viajar es una actividad inherentemente insostenible. Nunca conseguiremos eliminar su huella ecológica, desplazarnos sin emisiones gases de efecto invernadero, alojarnos en un entorno que no impacte en el territorio ni tampoco consumir ciudades sin que éstas se resientan. Cuanto antes lo aceptemos, antes podremos dejar de pensar en imposibles fórmulas alquímicas que nos permitan visitar América o Asia y a la vez sentirnos libres de culpa. El empeño en buscar la piedra filosofal del "turismo sostenible" es justamente lo que nos aleja de comprender su impacto y ser capaces de reducirlo. Existen acciones personales que pueden disminuir nuestra huella como turistas, cierto, pero ninguna es tan transformadora como cambiar la mirada respecto a lo que entendemos por turismo, preguntándonos con honestidad por los motivos de nuestro viaje. Es posible que la respuesta tenga más que ver con nuestras vidas precarias, aceleradas e inestables que con un destino que quizás hemos escogido únicamente por un post de Instagram o la publicidad de una aerolínea.

El viaje no tiene por qué consistir en trasladarse a miles de kilómetros en avión, aunque los aeropuertos se hayan convertido en la imagen vacacional por excelencia. Podemos viajar a otro barrio de nuestra ciudad, al pueblo de nuestra infancia -quien lo tuvo-, a destinos cercanos y que justamente por ello a veces parecen invisibles. El viaje puede ser pausa y silencio. Y también, por supuesto, el descubrimiento de países lejanos que nos atraigan como un imán.

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El turismo es el viaje elevado a la categoría de bien de consumo, sostenido por políticas estructurales que no venden cultura ni paisaje, sino evasión y souvenirs clónicos, enmarcado en el trampantojo de una experiencia transformadora. El turismo masivo, que devora las urbes y sus callejeros, despojándolas de vida y convirtiéndolas en un decorado de cartón-piedra, es uno de los grandes vectores de aceleración de la crisis ecológica global. Se inscribe en el contexto de un capitalismo salvaje para el que todo el planeta -humanos incluidos- está en venta. Por ello, debemos combatir no sólo la masificación turística, sino también su origen. Ir a la raíz, en vez de culpar a quien legítimamente anhela poder disfrutar en vivo de una postal que le han vendido por tierra, mar y aire.  

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