Islam
Jóvenes y Ramadán: entre la convicción, la obligación y la desobediencia
Dos jóvenes de familias musulmanas explican su experiencia con el mes sagrado del islam, que acaba el 21 de abril
"Yo comía a escondidas", relata una joven de 30 años
Ramadán / Jordi Otix
Desde el 21 de marzo hasta el próximo 21 de abril, los musulmanes de todo el mundo están celebrando el Ramadán. Es el mes sagrado en la religión islámica, el noveno del calendario coránico, cuando, además de ayunar de sol a sol (no pueden comer ni beber agua hasta la noche), se intensifican las oraciones y los creyentes inician una etapa de introspección. Según los datos de la comisión islámica, hay medio millón de musulmanes en Catalunya, la comunidad de España con más practicantes. Según un sondeo de 2020 de la Generalitat, suponen el 4,3% de la población catalana (en 2014 eran el 7,3%) y cuentan con 290 mezquitas, lejos de las 6.000 iglesias católicas o 800 evangélicas.
¿Cómo lo viven los jóvenes de familias musulmanas? Muchos siguen esta tradición porque creen en ella. "Para mí es un acto muy íntimo de reflexión conmigo mismo, de plantear cambios para ser mejor persona", explica Saber Lech-hab, un joven de 25 años. Otros no lo practican, porque no les apetece o porque no se consideran creyentes. Y también hay una parte de ellos que señala que hay jóvenes que lo hacen obligados. "No tienes otra opción", lamenta Sukaina Fares, de 30 años.
Lech-hab empezó a querer hacer el Ramadán desde pequeño. "Recuerdo que tendría 9 o 10 años y que mis padres no me dejaban, pero, como es algo que ves desde niño, también quieres participar, y hacía que me esperaba una horas para comer", recuerda. "Durante esos días del Ramadán prometía que no me iba a pelear con mi hermana, que no me iba a enfadar", sigue Pero cuando realmente empezó a hacer ayunos, a no comer y a no beber, fue en la adolescencia, a los 15 años. "Yo lo hice por convicción, por fe. Soy musulmán y en cuanto vas madurando le das más sentido", dice.
Introspección íntima
El joven, de Mollet del Vallès, explica que para él se trata de una celebración muy íntima, que no solo tiene que ver con el ayuno, sino con un proceso de introspección que dura un mes. "Va de ser austero, de vivir con poco. La alegría de la celebración es cuando se pone el sol y te juntas con tu familia para el 'iftar',la comida nocturna", cuenta. Habla con EL PERIÓDICO dos horas antes de romper el ayuno, que a medida que pasan los años, dice, "se hace más llevadero". Explica que cumple con los cinco rezos diarios, que durante este mes son específicos de la celebración, y cada noche, pasadas las nueve de la noche, asiste a la mezquita si el trabajo se lo permite.
Esa es la realidad, probablemente, mayoritaria en muchos jóvenes musulmanes nacidos o criados en Catalunya. "Hacer o no el Ramadán es una decisión individual: tengo amigos de padres musulmanes que no lo hacen y no pasa absolutamente nada. Y tengo amigos que sí continúan con la fe de su familia", sigue. Pero esto no ocurre en todas las casas. "Hay muchos jóvenes en Catalunya que tienen que hacer el Ramadán en contra de su voluntad. No les fuerzan violentamente pero eso ocurre, y mucho más a menudo de lo que se puede pensar", explica Sukaina Fares, joven atea de origen marroquí y activista feminista antirracista.
Comer a escondidas
Este es su caso. Ella empezó el Ramadán con la primera menstruación, una norma no escrita que algunas familia asumen como tradición, aunque en ningún texto islámico dice cuándo se tiene que empezar este rito. "Al principio lo hacía como algo que me tocaba, sin más. Pero, en cuanto fueron pasando los años, empecé a dudar y mis padres vieron que estas dudas eran constantes todo el año. Así que durante el mes de Ramadán la persecución y el control se agravan para ver si cumples o no", explica Fares. "Recuerdo que mis amigas del instituto pedían a sus padres otro bocadillo, o uno más grande, para que yo pudiera comer. Y me encerraba en el baño o en la biblioteca para comérmelos y beber agua", recuerda Fares. "Es un doble problema porque no puedes hacerlo en público: hay una especie de policía de la moral en cada barrio, en cada comunidad, que se acaba enterando aunque tus padres no lo vean. Son como cámaras de videovigilancia 24 horas", se queja.
Alguna vez sus padres se dieron cuenta. "Me comí muchas broncas cuando veían que a la hora del 'iftar' no tenía hambre". Pero dice que el suyo no es un caso aislado. "Hay muchísima gente en esta situación, sufriendo con el aliento cuando llega a casa. A muchas compañeras y amigas les ha pasado lo mismo. Y algunos siguen fingiendo hoy, cuando ya no viven en casa de sus padres, van y les dicen que sí lo hacen", señala. Ella no puede hacerlo, porque la tensión con su familia llegó a tal extremo que se fue de casa a los 16 años. "El problema es que nosotros no podemos escoger ser musulmanes: lo heredamos. Del islam no se puede apostatar, de la Iglesia sí", insiste.
Una realidad que también corrobora la activista Mimut Hamido. "Para mí lo más grave ocurre con los niños: no podemos tener alumnos en las aulas que no comen ni beben, agotados, o que se ausentan de clase esos días. Yo recuerdo que mi madre me levantaba a las tres de la mañana para comer antes de que saliera el sol... no rindes igual", señala.
Racismo e identidad
Para Lech-hab y también para gran parte de la comunidad islámica en Catalunya, ninguna familia debería obligar a sus hijos a cumplir con esta tradición religiosa. "Es evidente que no puede haber imposición, de ningún tipo", insiste. Es su caso, y el de su entorno más estrecho. Fares plantea una reflexión para los jóvenes de su generación. "Esta radicalización está directamente relacionada con el islamismo, un tipo de fascismo. Es la respuesta al racismo: los jóvenes inmigrantes e hijos de inmigrantes tenemos un problema identitario y el racismo que vivimos en Occidente nos hace abrazar la religión, confundiéndola con la identidad".
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