Opinión | Verdiales

Inés Martín Rodrigo

Periodista y escritora

La Historia se repite

Me pregunto qué pensarían quienes usan un acrónimo despectivo para describir a menores si supieran que en 1957 se prohibió la entrada en Madrid a “familias procedentes de otras capitales y pueblos de la Nación carentes, por lo general, de medios económicos, sin profesión determinada ni domicilio en que recogerse”

Un grupo de inmigrantes, tras ser rescatados a finales de septiembre en aguas cercanas a la isla de El Hierro. / Antonio Sempere / Europa Press

Es extraña, la sensación de añorar lo que ya se posee. No me refiero a experimentar el deseo, infantil, de querer tener otra pareja, otras amistades, otro trabajo, otra casa, otra vida, cuando, en realidad, todas esas otredades fantaseadas son parte de una existencia, la tuya, que simplemente no valoras, o no lo suficiente. Hablo del desasosiego, inconsolable, que siente el que se ve obligado, en aras de la supervivencia, nada más, a dejar su identidad, no la que falsamente aportan las banderas, sino la que se construye en un lugar y en un momento determinados.

Quién eres, pero también la persona en la que aspiras convertirte, pues ser es un verbo que se conjuga mejor en presente continuo, como en los sueños, queda en un tiempo detenido. El anhelo del que deja su hogar forzado a hacerlo es el regreso, volver y encontrarlo igual, todo, sin que nada haya pasado. Afanes que pueden resultar infructuosos, ya que a veces el retorno se demora hasta la imposibilidad y otras, a la vuelta Ítaca ya no existe, no la que se recuerda.

Es injusto, doloroso, siento, desde la absoluta comodidad de mi sofá, que eso suceda, que siga pasando, que así se haga Historia. Lo pienso mientras veo, escucho, leo, las dramáticas noticias del naufragio en la isla de El Hierro en el que desaparecieron medio centenar de inmigrantes. “Se oían los gritos en plena noche”. El auxilio de quienes perdieron sus vidas en el intento de poder vivir. Tantos, a diario, una tragedia inacabable, ignorada, políticamente pervertida.

Me remuevo, también, desde la distancia insalvable que me protege de ser yo la otra, al comprobar el número de refugiados en el mundo, más de 117,3 millones de “personas que, a consecuencia de guerras, revoluciones o persecuciones políticas, se ven obligadas a buscar refugio fuera de su país”, según la definición del Diccionario y las cifras de ACNUR. Hay más, muchos más, y el hambre, la necesidad, es la causa de su destierro, de ese éxodo con el que la Biblia hizo ficción.

Presumo de ser bastante empática, mi oficio, el de escritora, lo requiere. Pero hay lugares en los que no me puedo poner. Soy incapaz, por ejemplo, de meterme en la cerril cabeza de quien rechaza al inmigrante, de aquel que se parapeta tras las fronteras para protegerse de los que considera diferentes, a los que desprecia porque no tuvieron su suerte, la de nacer en un país democrático, libre, rico, en Occidente.

Me pregunto qué pensarían, esos que usan un acrónimo despectivo para describir a menores, si supieran que, hace no tantas décadas, se prohibió la entrada en Madrid a “familias procedentes de otras capitales y pueblos de la Nación carentes, por lo general, de medios económicos, sin profesión determinada ni domicilio en que recogerse”. Así lo especificaba el decreto que en 1957, en plena dictadura franquista, se publicó en el BOE “a fin de evitar los asentamientos clandestinos”.

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Lo descubrí leyendo Pipas, el primer libro de Esther L. Calderón (Santander, 1981), una historia sobre el fabulado porvenir de quienes fuimos nietos de aquellos a los que entonces se vetó la entrada en la capital. “La policía se desplegó durante meses en estaciones y carreteras pidiendo papeles (…) Ya estaba bien de venir a probar suerte con lo puesto, venían a decir. Basta ya de tanta avalancha. Basta ya de que cada uno construya su casucha donde pueda, aunque por otro lado sea donde nadie querría hacerlo”, escribe Calderón. La Historia siempre se repite, lo sabemos, pero hay ocasiones en las que nos sorprende.