Opinión | Verdiales
Periodista y escritora
Gisèle Pélicot, víctima de la normalidad
Decenas de hombres 'normales', bomberos, policías, enfermeros, periodistas, monstruos amparados bajo esa etiqueta, 'lo normal', violaron a una mujer tras ser reclutados por su marido durante al menos una década
Gisèle Pélicot, durante una de las jornadas del juicio contra su exmarido, acusado de drogarla y violarla. / EFE
Vivo en una zona en la que abundan los colegios. La calle a la que da mi piso es muy tranquila, tiene poco tránsito de coches, se oyen, sobre todo, las conversaciones de las personas que pasan por ella. Y, desde hace unos días, a primera hora de la mañana, sus transeúntes son, especialmente, padres y niños, camino de las aulas.
Mientras me preparo, hago la cama, me lavo los dientes, me gusta asomarme a un balcón y observarlos, cómo tiran, los mayores de los pequeños y los hijos, de las mochilas reconvertidas en maletas de mano más grandes que los trolleys que yo llevo a algunos viajes. El “¡No quiero, no quiero ir!” de uno de ellos se mezcla con el repaso a las tablas de multiplicar y la alegría, todavía adormecida, no son horas, de volver a encontrarse con los compañeros, muchos amigos, a los que no ven desde hace un par de meses, quizás más.
Han sustituido, ellos, en mi rutina matinal, a dos monjas que vivían en uno de los varios conventos cercanos, también, a mi casa, y que, a diario, acudían, siempre a la misma hora, a comprar el pan en la tahona que hay en esa calle tranquila, casi peatonal. Las descubrí durante la pandemia, cuando empecé a teletrabajar, y me acostumbré a su presencia, me calmaba, hasta el punto de que empecé a fotografiarlas para asegurarme de que todo, el día, mi ánimo, el estado del mundo, incluso, iba mejorando o estaba, al menos, en su justo desorden.
He perdido la cuenta de cuánto, pero llevan tiempo sin pasar, desconozco el motivo, aunque eran mayores y prefiero no pensarlo, para qué. Han sido sustituidas, en la calle y en mi retina, en mi imaginación, por tanto, por los padres y los niños, y lo mismo ha sucedido con la voz, un hilo, prácticamente inaudible, de mi vecina de arriba. Antes, a través de la ventana de la cocina, la que da al patio interior, se colaban las conversaciones entre ella y su cuidadora. Ahora, oigo los balbuceos, los lloros y las risas de un bebé. La vida misma, concentrada en unos metros cuadrados, con su futuro, posible o truncado.
Es eso, el porvenir de quienes me rodean o de aquellos con los que me cruzo, a los que veo, lo que me intriga al escuchar y observar, y por eso lo hago. Como unos días atrás, en un complejo deportivo al aire libre de un pueblo cercano al mío. Habíamos ido para ver a mi sobrino mayor jugar al fútbol, y yo estaba, en un lateral del campo, con la pequeña, cuatro años, en diciembre cumplirá cinco. De pronto, sin decir nada ni llamar la atención, ni mía ni del resto de espectadores, sacó del bolso que llevaba colgado un cuento, se puso unas gafas sin cristales y comenzó a leer, primero, sentada en el suelo y, después, acabado el partido, de pie, caminando, donde fuera, daba igual.
Me emocioné, lo reconozco, y pensé, imaginé, un futuro para ella, rodeada de libros, de literatura y ficción, siendo capaz de construir una habitación tan propia como su carácter, extraordinario. Pero esa ilusionante imagen fue eclipsada, enturbiada, arruinada en mi mente por la noticia que más me ha impactado en los últimos meses, el caso de Gisèle Pélicot.
Durante al menos una década, esta mujer, hasta ahora anónima, fue violada por más de medio centenar de señores reclutados por su marido, que previamente había suministrado a su esposa narcóticos que la dejaban en un estado de inconciencia cercano al coma. Decenas de hombres normales, bomberos, policías, enfermeros, periodistas, monstruos amparados bajo esa etiqueta, lo normal, la cultura de la violación en su forma más dolorosa y evidente.
Ojalá el ejemplo, la valentía de Gisèle Pélicot, que en el juicio ha querido dar la cara, al público y a sus agresores, sirva para que las mujeres que hoy son niñas, como mi sobrina o la pequeña que recitaba orgullosa la tabla del tres, no sean nunca, jamás, víctimas de la normalidad.
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