Seguido o después del primer lunes de noviembre. Así reza uno de los más sacrosantos mandatos de la ley electoral estadounidense, que debe elegir entre otras cuestiones y cada cuatro años al primer mandatario de la que dice ser la primera democracia del mundo. Y es algo que ha venido celebrándose, sin que guerras o grandes depresiones lo impidieran, desde el ya lejano año de 1845.
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Sea como fuere, nadie, absolutamente nadie, había puesto en cuestión (hasta ahora) la necesidad de que dicha fecha fuera cambiada e hiciera planear sobre una sociedad unas sombras de dudas sobre la limpieza de unas elecciones por unos motivos más que presuntamente personales. Con los preceptivos 4 años de su mandato llegando a su fin, el presidente que hace el número 45 de esa primera democracia parece resistirse a perder el poder y parece estar dispuesto, como digo, a lo que haga falta (retrasar o aplazar unas elecciones o poner por excusa el posible fraude del voto por correo) por unas encuestas que le son terriblemente desfavorables.
Donald J. Trump pasará seguramente a la historia de su país, esperemos que de una forma poco honrosa, no solo ya por los muchos dislates de su agitada presidencia o por una desastrosa y errática gestión, por negacionista de una pandemia con unas cifras devastadoras y, principal y seguramente, por haberse atrevido a tocar uno de los principales pilares en los que se sustenta, la democracia de su país.
Si los padres fundadores (Jefferson, Adams, Franklin o el mismo Washington) que redactaron los fundamentos en los que se sustentan dichos pilares levantaran la cabeza, y vieran esa especie de entuerto en que ha convertido Trump la Primera magistratura de su país, la volverían a agachar, avergonzados.