El final de la vida es la terminación de nuestras alegrías, pero también de nuestras vicisitudes, especialmente las físicas. Ese no poder valerse por sí mismo en el quehacer cotidiano de la existencia. El depender de la ayuda de los demás, que sabes con certeza que te quieren, que te miman, pero, a la vez, también estás en el conocimiento de que ese cariño que te profesan es un impedimento para que esos seres queridos puedan desarrollar sus vidas con entera libertad. También hemos de tener en cuenta las carencias en nuestra movilidad, que van a ser el principal escollo al que vamos a tener que enfrentarnos a lo largo del transcurrir de nuestra vejez, y ello sin olvidar el posible deterioro que nuestra mente pueda sufrir con el paso del tiempo.
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¿Y qué podemos hacer para que esa realidad sea más llevadera? Quizá prepararnos para que, cuando llegue el momento de partir, lo afrontemos con serenidad, con valentía, no como un fin, sino como un principio donde el dolor y el sufrimiento sean las cargas que hemos abandonado al iniciar una nueva y desconocida etapa. Ojalá que la existencia de otra vida fuera tan cierta como lo es la muerte. Pero si esa otra vida no nos espera al cruzar el umbral del fin de nuestras vivencias, sería bonito oír una voz que nos dijera: "Es el final del camino, ahora toca descansar".