El poder afirmado por la más dura represión era la cualidad imperante en Francia durante el S.XVIII. Ante una sociedad salvaje y asfixiada por la miseria y la desigualdad era labor del gobierno establecer el orden y la paz, y lo hizo mediante un sistema de seguridad y vigilancia parcial que hiciera cumplir la Ley en virtud del gobierno y unos pocos castigando a quienes se atrevieran a contradecir sus preceptos.
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Nada más lejos de la realidad. El pueblo se sublevó en la más explícita radicalización, acabando con sangre y violencia con un sistema que hacía manifiesto su poder manteniendo la jerarquía de la desigualdad, mostrando a la ciudadanía quienes poseían los privilegios y quienes no, arrebatándoles la poca dignidad que les quedaba hasta desbordar la paciencia de una población sumisa hasta entonces.
Ellos, los silenciados, destrozaron de un plumazo un gobierno amparado en el miedo, la apología a la ignorancia y la disuasión opresiva. Surgió una revolución que acabó peor que empezó. Y ellos, quienes preludiaron y permitieron la tragedia, con conocimiento de causa y efecto, miraron hacia otro lado con la arrogancia de quienes no creen en el fracaso mientras disfrutaban del poder a costa del bienestar ajeno, de aquellos cuyo trabajo y esfuerzo sostenían la estructura social. Y se preguntarían, cínicos e impertérritos, cómo había sucedido, mientras esperaban en el cadalso a que su cabeza fuera rifada por quienes prometieron la redención y movilizaron a las masas, defendiendo la vida, los derechos humanos y la justicia, ante todo.