Las únicas obras de arte que son capaces de sobrevivir a la destrucción del sentido suelen encarnar el sufrimiento. Nos arrojan esa felicidad que produce contemplar el malestar humano frente a la vacilación. La pena y la soledad en el arte son la paradoja de la expresividad. Allá donde se hace eco el abandono y la nostalgia se produce un alejamiento voluntario, que da lugar a un sentimiento de inquietud, que puede hacer imposible el olvido.
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Es así como sociedad y artistas conjugan un lamento capaz de sobrevivir a la pérdida de dignidad, libertad y falta de derechos; denuncian lo que la ideología oculta. "Dejadme en este campo llorando", escribía García Lorca. Desde el cante jondo de los gitanos -donde la pena es esa mujer que carga con su nombre en el quejido de la seguiriya o la soleá-, hasta los afroamericanos de Harlem -que no ignoraban la opresión racial con sus ardores de jazz y blues-, o aquel lamento borincano de necesidad y pobreza de los hispanos en EEUU. Hay muchos ejemplos de equilibrio entre la poesía y la desnudez del silencio, como color en las palabras.
Dolores mal cerrados de aquellas personas que sufren y reflexionan, no por las causas sino por los efectos; o uniones forzadas donde la libertad se pierde y exige un precio tan alto que no da opción a reparar las notas perdidas; o aquellos conflictos que se dan en estructuras asimétricas y son motivo de opresión, sin que se pueda limpiar el cuerpo y el alma. La burocracia, la falta de recursos, la utopía de una vivienda digna o un trabajo estable, los entornos frágiles y el discurso del odio hacen los días muy difíciles a los que sufren las punzadas de la vida. En el reino de los últimos, los nombres se ahogan tras las borrascas. Las próximas se llamarán Inés o Jorge. Su vendaval deja un rastro de paraguas rotos; señales que afligen la mirada.
La pena en España son los datos de pobreza extrema y pobreza infantil de la población gitana, africana o hispanoamericana. Grietas que acechan la belleza.