La maniobra política que se está tejiendo alrededor de la escala de mando de los Mossos es posible por la vigencia de dos normas obsoletas: la primera es el Reglamento General de Ingreso, Provisión y Promoción profesional de los funcionarios (Real Decreto 364/1995), que es la norma laboral, sin reformas adaptativas, más antigua de la democracia; se trata de un producto legal muy politizado, que ha sobrevivido intocable durante nueve periodos legislativos especialmente convulsos, y se ha mostrado útil para los gestores de los tres niveles administrativos (local, autonómico y estatal), porque permite todo tipo de maniobras partidistas sobre el empleo público; en los procedimientos de provisión de puestos de trabajo (concurso, concurso específico, libre designación, adscripción provisional y comisión de servicio) resulta determinante la “potestad autoorganizativa de la Administración” o, dicho de otra forma, la discrecionalidad, cuasi caciquil, del político designado por turno electoral. La segunda norma, la Ley 7/07 reguladora del “Estatuto Básico del Empleado Público”, pese a ser un mandato constitucional explícito, no trató de reformar nada, sino de exigir a los burócratas que abran paso a los “emprendedores” en lo público que, en el último Estatuto BEP (RDL 5/15), siguen siendo: “el personal eventual de confianza, los directivos profesionales contratados y los puestos de libre designación”, esos que salen y entran con cada partido cuando gobierna.
Entretodos
Tanta iniciativa política personalista y tanto menosprecio por el burócrata funcional olvidan una cuestión vergonzante que arrastra España desde 1939: la irresistible tendencia de los partidos políticos (único hasta 1976 o en alternancia desde entonces) a confundirse con el Estado mismo, impidiéndonos a los burócratas que seamos profesionales.