Denominamos 'impuestos' al dinero que, anualmente, hay que pagar al erario. Los hay de distintos tipos: el de la renta de las personas físicas, el de sociedades, el IVA, el de patrimonio y el impuesto de sucesiones. En esta carta me gustaría hablar de este último. Creo que cuando son los hijos los que reciben las propiedades de sus padres (el hogar donde crecieron, el chalé donde pasan las vacaciones, y tantos otros peculios fruto del trabajo de sus mayores y de numerosas hipotecas) no tendrían que pagar nada. Hablo de patrimonios inmobiliarios cuyo valor ha ido creciendo, pero que se han ido concretando a través del tiempo a base de hipotecas y del esfuerzo general de los miembros de la familia. Si bien yo fui el máximo protagonista en este quehacer, mi mujer y mis dos hijos dejaron de hacer muchísimas cosas. Con el dinero con el que lentamente construimos nuestro patrimonio hubiéramos podido ser felices realizando cosas divertidas (viajes, restaurantes, postres exquisitos y algunos otros lujos). En definitiva, juntos, con esfuerzos y sacrificios distintos, decidimos asegurar nuestro futuro común. Por lo tanto, nos parece injusto que, muy pronto, cuando mi mujer y yo ya no estemos, nuestros dos hijos, para adueñarse de nuestro patrimonio (su patrimonio), tengan que pagar.