Veo demasiada gente flirteando con la muerte. De todas las edades. No solo en la calle, caminando por las aceras o tomando café en las terrazas, sino también en el interior de comercios y en mi propio edificio, donde más de un vecino usa el ascensor sin la mascarilla puesta.
Entretodos
No hablo de botellones, fiestas, excursiones, playas, reuniones familiares... Me refiero a esos pequeños gestos cotidianos a los que no se les da importancia. Abrir un contenedor para echar la basura. Apoyar las manos en el mostrador de la tienda, antes de pagar. Tocar más piezas de fruta de las que se van a comprar. Rebuscar en los estantes el producto con fecha de caducidad más larga.
Y de mantener la distancia de seguridad, ¿qué decir? Ciclistas, usuarios de patinete y corredores de toda índole exhalando a placer, mientras se cruzan con los pringados peatones prudentemente enmascarados pero obligados a tragarse su propio sudor.
He vuelto a confinarme porque salir me provoca miedo y, sobre todo, pena. Mucha pena, al comprobar que demasiada gente no se toma en serio esta terrible tragedia que estamos viviendo. Y lo peor es que nos queda todavía mucha pandemia por delante.
Me recluyo porque así me protejo yo y a mis seres queridos. Sé que, afortunadamente, muchos más también lo están haciendo.