Se marcharon renos y camellos; nos dejaron las calles alfombradas de boñigas y los contenedores repletos de plástico y cartones. Los estantes ya no acogen libros ni vinilos, están huérfanos de música y literatura; trasteros de artilugios que se olvidan a los cuatro días de haberlos comprado. Abres la ventana de la caja tonta y te conduce hacia ese mundo ficticio que ellos llaman actualidad, pero que es tan solo el telón tras el que esconden un mundo en bancarrota. La Navidad ha caducado y el "general invierno" afila sus fauces espectrales.
Entretodos
Eros ha muerto, Marte impera, pero aún estamos a tiempo de encender la lumbre en nuestros hogares, tomar un libro entre las manos y acariciar sus páginas, de sentarnos en nuestra butaca y compartir con los nuestros esa música que un día nos unió y que teníamos olvidada. El confinamiento no tiene por qué ser una prisión, puede ser una oportunidad de profundizar en nuestras almas, de recuperar un tiempo perdido y unos placeres que creíamos olvidados, de abrazarnos entre las sábanas de la ternura y viajar hacia ese tiempo en que nuestra piel era un lienzo compartido.
Recuperemos el placer de una mesa servida con amor, la liturgia de un brindis mirándonos a los ojos, de esas caricias con los pies descalzos por debajo del mantel. Por mucho que la vida nos quiera imponer sus escenarios, nosotros podemos reescribir el libreto y hacer de la existencia una obra de arte. Nos va la vida en ello.