Una vez más, la imagen de sumisión colonial por parte de los políticos que se declaran independentistas es de una bajeza insoportable.
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No veo ningún motivo por el que se han hecho ruedas de prensa con el ministro catalán de turno como en los mejores tiempos del franquismo, llorando porque una empresa privada decide largarse de una feria que organiza cobrando dinero público, cuya cuantía por supuesto no dicen.
Toda la palabrería hueca de los gabinetes de prensa de los medios de comunicación y la de los políticos electos ha sido de una pobreza intelectual que raya la indecencia.
Los ciudadanos del Principat no pueden pagar 3.000 euros por una entrada para ver aparatos que intoxican la inteligencia. Ahora sueltan unas cantidades de dinero en pérdidas que hacen reír.
Se sabe que, cuando se gana, siempre es muy poco, pero cuando hay mermas siempre son colosales. Así todas las cantidades que se filtran son pura imaginación.
Afortunadamente en dos días todo olvidado. Las lágrimas humedecen el papel del diario y las pantallas se arrugan de tanto sollozo.
En cambio, como muy bien dice el psicólogo investigador Paul Bloom, al estar inscrito en una moral fundada en la empatía, no existen victimas específicas, lo que impide a las personas actuar. Es lo que sucede con la contaminación medioambiental.
Por eso, la gran suerte ha sido librarnos por un año de la huella ecológica que producen todos estos pijos cosmopolitas, que necesitan una energía indecente que contamina la ciudad más de lo que está habitualmente. Y es que esto nunca se dice: la gente anónima cada día tiene ataques de asma.
La comedora de las ferias tiene en nómina a lo más granado de las castas parasitarias, que son como una monarquía encubierta constitucionalista hasta la extenuación, y que salieron corriendo el 1-O, el día de la dignidad de las masas, para proteger un patrimonio que se van pasando de generación en generación.
Son los que viven en simbiosis de lo público y de lo privado, gracias a políticos reconvertidos como la alcaldesa.