En las calles del Eixample de Barcelona con pocos coches, de niños nos divertíamos sin cesar y siempre sabíamos a lo que jugábamos y contra quién lo hacíamos. Así, crecimos felices.
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Ahora, al regresar de mis vacaciones, justo cuando mi cuerpo relajado se estaba adaptando a la vida del trabajo, el terror ha vuelto a Barcelona y mi mente se bloquea delante de un gigantesco reguero de sangre, porque en el fondo no entiendo lo sucedido. La mayoría de nosotros nos movemos a través de los parámetros de la razón y, al ocurrir algo tan sumamente infernal, sentimos dolor, rabia, impotencia e indignación, pero no lo comprendemos. No lo podemos concebir y es entonces cuando, surge lo peor: aparece en nuestro interior un inmenso odio porque sufrimos al saber de la muerte de niñas y niños inocentes que jugaban felices bajo una grandiosa luz. Gentes que paseaban alegres por Barcelona y, súbitamente, por culpa de la crueldad y locura del Estado Islámico han resultado lesionadas.
Odiamos a los agresores malvados porque sabemos que son los mismos de siempre, seres enfermos que se inventan contrincantes porque no saben amar, ni leer, ni escribir. No saben nada de nada porque son criaturas monstruosas, equivocadas que asesinan y hieren sin saber exactamente (ni les importa) quiénes son los que mueren.
Desde estas líneas, con mucha fuerza y como barcelonés, quiero decirle al Estado Islámico que no nos ganaran. Barcelona, Catalunya, España y Europa son un patrimonio demasiado importante. Un patrimonio social y cultural que siempre ha encarado sus problemas de futuro con energía, inteligencia y esperanza.