"La infertilidad no es culpa nuestra". Este es el título de un artículo reciente publicado por este periódico. Después se buscan culpas en las políticas sociales y medioambientales. Ni un solo pensamiento aparece para tener en cuenta la opción de no tener hijos para evitar su sufrimiento y su normalmente traumática muerte.
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La queja más generalizada, igualmente basada en la ausencia de toda perspectiva ética de la procreación, reza: las malas condiciones económicas y sociales impiden a las mujeres tener hijos. Este lamento a menudo se inserta en un discurso general, destacando la necesidad de frenar el envejecimiento social y resolver problemas como las pensiones. Lo que no aparece nunca es la preocupación por la suerte de los futuros hijos. Estos, o sirven de mero medio para resolver problemas económicos (aunque no se ve cómo más niños puedan ser útiles cuando hay tanto paro juvenil) o, individualmente, para satisfacer el simple deseo o interés de tenerlos. La llegada forzada al mundo de un nuevo individuo no tiene importancia propia. El potencial de sufrimiento que así se genera queda fuera de la cuenta.
Frente a ello, el antinatalismo ético propone reducir, mediante la renuncia al hijo, el número de víctimas de todos los problemas, como enfermedades, miseria, hambre, violencia, epidemias como la del sida o del coronavirus en la actualidad, suicidios, etcétera. ¿Sabemos si nuestros hijos se salvarán de vivir una cruel guerra, por ejemplo? El egoísmo maternal o paternal no hace más que alimentar con más carne fresca al verdugo, sea este natural, sea humano.