El contingente de tropas españolas en Afganistán contribuye “a la paz y a la estabilidad del mundo” (Carme Chacón 'dixit'). Respondía (27.12.2001) a un compromiso internacional de España con la ONU y con el pueblo afgano, cada vez más necesitado de paz y ayuda inmediata y efectiva. Pero también se trató de algo más vergonzante y menos evidente: defender militarmente los intereses de la octava potencia económica mundial. Esto permitió que la ocupación preventiva estuviera comandada por los mismos que, en nombre de la “libertad duradera”, legitiman los aviones y barcos cárcel viajando por Europa, mantienen Guantánamo como limbo legal y niegan la legitimidad del Tribunal Penal Internacional para juzgar sus actos, por muy contrarios que sean al derecho consolidado.
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Los soldados profesionales, y fuerzas privadas, que combaten y por desgracia mueren, defienden con las armas la democracia, la libertad y la justicia: el modelo de vida del civilizado Occidente frente a la barbarie fundamentalista del Islam. Protegen allí, a miles de kilómetros de casa, el estado de bienestar que supuestamente disfrutábamos aquí gracias a la iniciativa individual y la competitividad universal. Ahora la crisis económica global nos muestra nuestra propia barbarie de desigualdad y pobreza.
La intervención militar acaba y es buen momento para cuestionarla. La muerte de 102 de nuestros soldados y la de miles de civiles afganos ha de obligarnos a reflexionar sobre el absurdo de la guerra, por más explicaciones que quieran darnos acerca de la inevitabilidad de la misma. No se ha conocido jamás una guerra “noble y decente” como pretendían que fuera esta. Las guerras las perdemos siempre los mismos.