LA OPINIÓN DE LOS PROPIETARIOS DEL DELTA DEL LLOBREGAT
«No por mis abuelos; sí por mis nietos»
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Un casino frente a un campo de alcachofas. Un hotel junto a una hilera de olivos. Una avenida comercial que desemboca en una plantación de tomates. Eurovegas y agricultura son dos conceptos de difícil fusión que quizá estén destinados a entenderse si no se da el caso de que uno acabe engullendo al otro. Los terrenos rurales del Baix Llobregat que podrían dar acomodo al macrocomplejo de ocio, esa vasta extensión entre Cornellà, Gavà, Viladecans, Sant Boi, L'Hospitalet y El Prat, son hoy un remanso de paz solo alterado por el lejano despegue de un avión y el leve zumbido de las autopistas. El día de mañana, simisterAdelson y señora dan su bendición y el Govern lo facilita, podrían ser un bullicioso epicentro de entretenimiento artificial. Los actuales moradores, campesinos que se mueven según el sol, tienen el corazón dividido. Cargan el peso de varias generaciones que han trabajado esta tierra, un sentimiento de pertenencia que arraiga y enorgullece. Pero sienten el aliento de sus hijos y nietos en el cuello, vástagos a los que el campo depara un inquietante porvenir.
Basta con alejarse un centenar de metros de la autovía de Castelledefels para sentirse como entre La Fuliola y Castellserà, en plena comarca del Urgell. Diminutos caminos usados por coches que se saludan serpentean entre parcelas. Unas en barbecho. Otras con la siembra. Algunas abandonadas. El tren atraviesa sin compasión los cultivos en dirección al aeropuerto, rompiendo en diagonal la perfecta división de fincas rectangulares. Pedro García vive en una masía conocida como la casa amarilla y recibe sin camiseta y una sonrisa de oreja a oreja. Tras amansar a los perros que rechazan al desconocido, explica que tiene 70 años y que su hogar es propiedad «de una señora de Barcelona casada con un procurador de las Cortes ya fallecido». Antes de hablar de Eurovegas, cuenta que uno de sus hijos se acaba de quedar en el paro «porque le han hecho un ERE», así que, aunque lleva 20 años en esta hacienda, considera que lo pertinente es «mirar hacia el futuro e intentar buscar lo mejor para los jóvenes». Pedro tuvo un bar en Sant Vicenç dels Horts. Luego trabajó en una fábrica textil. Por fin acabó aquí, donde ha pasado dos décadas «con una tranquilidad quizá exagerada». «Claro que tengo sentimientos por este lugar -argumenta-, pero más los tengo por mis hijos».
Ramón de las Heras fue policía nacional y trabajó como vigilante en la academia Sánchez-Casal, la mítica pareja moreno-rubio de dobles del tenis español. «Hay que ser prácticos: se crearán empleos. Hay quien dice que vendrán muchas putas, ¿pero no tenemos ya suficientes en la tele?», reflexiona. Con 70 años, tiene un huerto en el que pasa las mañanas. Dejaría de venir si Adelson escoge Catalunya, pero parece dispuesto a que le quiten lo bailado si así le da «una oportunidad» a la juventud.
CIEN AÑOS DANDO VUELTAS / Diez minutos en coche más allá, Joan Viscarri, de 78 años, le echa una mano a su hijo Josep, que da vueltas a una máquina centenaria que deja las habas listas para ensacar y sembrar. Llegó al delta del Llobregat cuando tenía 6 años; incluso vivió en esa caseta que ahora es un frágil contenedor de herramientas. Su padre arrendó las tierras de un barcelonés y hoy son los nietos de ambos linajes los que mantienen vivo ese pacto tan familiar como comercial. Son poco más de cinco hectáreas y aunque «la cosa está complicada» no les va mal. Pero no por eso, por el hecho de ir tirando, están «totalmente en contra de Eurovegas». No les gusta porque consideran que la coexistencia de ambos mundos, «el del juego y el del campo», es a día de hoy imposible.
El asunto está en boca de todos los payeses. Josep explica que algunos están convencidos de que los americanos vendrán con cheques en blanco. Él, que no tiene intención de irse, cree que la Generalitat «acabará expropiando los terrenos» que considere aptos para el proyecto de Las Vegas Sands Corporation. Si eso no pasa, el nieto Viscarri, que también se llama Joan, parece dispuesto a seguir con la tradición iniciada en los años 30 por el bisabuelo. Tiene 16 años y lleva un par de veranos echando una mano con la cosecha. Ahora, con las clases ya terminadas, vendrá al delta del Llobregat. «Antes se dedicaba a dar vueltas en bici», apunta su padre. Ahora, si quiere y le dejan, puede seguir la tradición familiar.
Sebastià Ivern heredó parcelas y hoy, con 69 años, las explota con su hijo Josep. Hicieron dinero con la venta de los terrenos en los que se construyó el centro comercial Barnasud, en Gavà, inaugurado en 1995. Entregó las tierras a 400 pesetas el palmo, «una especie de preludio de la llegada de los americanos de Eurovegas». Mire donde mire, pasado o futuro, este hombre que todavía trabaja de siete de la mañana a nueve de la noche, con un descanso cuando el sol cae más a plomo, tiene la sensación de estar fallándole a alguien. Si dice sí a Adelson, sus antepasados quizás se revuelvan en su descanso eterno. Si dice no, puede que esté condicionando el porvenir de las siguientes generaciones. «No lo haría por los abuelos, pero sí lo haría para los nietos», resume.
Ninguno de los agricultores cierra la puerta de su casa. Aunque se le pille en plena siesta. Es el caso de Francisco Bravo, extremeño de 66 años que llegó a Barcelona «con 43 pesetas en el bolsillo». Está tendido sobre una cama al aire libre. Con su colchón, su somier, sus sábanas. Exhibe un moreno de manual, de esos de no haberse puesto protección solar en la vida. Se enciende un puro. Los fuma desde que hizo la mili en Sant Climent, al lado de Figueres. Sus seis hectáreas dan de comer a toda la familia, incluida mujer y tres hijos que se encargan de repartir el producto por el Baix Llobregat. Si habla el Francisco egoísta, sobre la posibilidad de vender su propiedad sostiene que lo sensato sería rechazar la oferta. «Estoy muy bien con mis horarios y mi siesta. Hago lo que me da la gana porque he trabajado desde los 16 años». Pero si quien se hace carne es el Paco padre y abuelo, el hecho de que venga «alguien con un capital puede ser muy bueno para los nietos en un momento en el que el campo ya no da como antes».
«HAY QUE EVOLUCIONAR» / Los productos, explica este hombre que planta tanto calçots como tomates o alcachofas, llegan de Murcia o del extranjero en pocas horas. La cercanía, pues, ya no es garantía de nada si no se trata de «producto fresquísimo». «Las cosas han cambiado, la tierra sigue siendo buena pero no podemos ir contracorriente. Que a mí me haya ido bien no implica que vaya a seguir igual. Tenemos que evolucionar, y no sé si esto tiene futuro».
Juan Manuel tiene la hípica no muy lejos de la valla de Francisco. Lleva 30 años en el delta del Llobregat, pero es ahora cuando parece que disfruta de verdad. Cría caballos «de pura raza española» y no distingue vida más allá de la tranquilidad que le aportan sus animales y su mujer. Para la foto saca a Descarado, un corcel de 9 años al que domina como si fuera un hámster. Con edificios alrededor, con el ruido propio de un macrocomplejo de ocio, sabe que esto se terminaría. Y aunque admite que el proyecto «tiene cosas buenas», pide quedarse como está porque la paz «no tiene precio».
UN TIPO PRUDENTE / Uno de los pocos que vive y trabaja en los terrenos que Adelson podría tener en su agenda es Salvador Bernadó. Lo encontrarán junto a su casa de ladrillos, con un mono azul, doblando la espalda como si no tuviera 78 años. Su secreto: «No hacer nunca vacaciones ni dos días seguidos de fiesta». Preside la cooperativa de Gavà, con 300 socios, e insta a empezar a «levantar la cabeza para pensar en hijos y nietos». Es un hombre prudente al que le gusta «escuchar antes de decidir». Por eso, sin «nada concreto», prefiere esperar. En un par o tres de semanas podrá sentarse a deliberar.
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