la marcha del 10-J

Montilla se manifestó entre insultos y broncas

El 'president' sufrió en primera persona la creciente desafección hacia los políticos

Montilla pasa junto a una pancarta crítica. / JULIO CARBÓ

«Montilla dimissió, Montilla dimissió!», se desgañitaba ayer un señor de mediana edad, las pupilas fuera de órbita, la frente perlada de sudor y la cara enrojecida, al paso de la cabecera. Y no fue el único. A lo largo de todo el recorrido hasta la Gran Via, donde tuvo que ser evacuado tras un conato de agresión, elpresident,José Montilla, fue blanco de todo tipo de improperios y acusaciones, desde el clásico «botifler»hasta el más prosaico «Montilla fot el camp». La inquina era tanta que algunas personas se sentían violentadas ante los constantes ataques a la máxima autoridad de Catalunya. «Me sabe mal, pobre hombre», le decía una mujer a su acompañante.

Muy a su pesar, porque fue él el primero en avisar, Montilla se convirtió ayer en blanco de al menos tres tipos de desafección: hacia España, hacia los políticos en general y hacia él en particular (no está claro si por ser del tripartito, por ser socialista o por ser nacido en Andalucía, o por todo a la vez). Lakriptonitade la que se rodeó para impedir el chaparrón –la gransenyerapor delante y los expresidentes Pasqual Maragall y Jordi Pujol a su lado– no funcionó.

LA PARADOJA / A partir de ayer ya puede ser materia de estudio lo que se podría denominar laparadoja Montilla;es decir, cómo se puede ser considerado un traidor en España por unos motivos y un traidor en Catalunya por los opuestos. Si lo que se vivió en los aledaños de la cabecera fuese representativo, elpresident, como Alfonso XIII en 1931, no tendría más salida que el exilio.

Seguro que no jugó a su favor el vodevil sobre la marcha de esta semana, que se volvió como un bumerán contra los políticos. La manifestación fue un ejercicio casi imposible, porque mucha gente prefirió ir delante y no detrás: «Fuera políticos de la cabecera», fue una de las consignas más aplaudidas. El sentir de los que optaron por situarse en los laterales y por delante de la cabecera no fue, pues, aplaudir al paso de las autoridades, sino todo lo contrario. Uno podía saber dónde se situaba en cada momento por los abucheos y los gritos de «fuera, fuera». No todo el mundo los secundaba, pero casi nadie se enfrentó a los abucheadores. Como mucho guardaban silencio y hacían fotos. De vez en cuando se oía «¡mira, ahí se ve el pelo blanco de Maragall!» o «me ha parecido ver a Montilla» entre el cordón de seguridad y el grupo de increpadores que seguía a la cabecera.

Lo que sí recogía adhesiones mayoritarias eran los gritos de «independencia». De hecho, mucha gente se había apostado en los márgenes con el único objetivo de dejar claro a los políticos cuál era su opción preferida de relación con España: ninguna. Josep Antoni Duran Lleida, que había mostrado su temor a que la marcha derivara en un aquelarre indepedentista, vio confirmadas su dotes como profeta. Lo que no previó era que él también se llevaría su ración del aquelarre antipolíticos en general.

Los empujones y zarandeos alrededor de Montilla cuando se dirigía a la Conselleria de Justícia fueron el triste colofón final de una marcha caracterizada por el tono festivo y reivindicativo. Pero tampoco se puede ignorar, sin más, el resentimiento de una parte de la población hacia los políticos y sus posibles efectos. Como decía una señora en castellano sureño: «Tantasesteladesy tanto grito y después en el Parlament son minoría». «Es que luego estos no votan», le respondió su acompañante. Otra extraña paradoja.