Dejé atrás la puerta de metal, que se cerró en silencio. No me llegaba ningún ruido de fuera ni de la portería, con cada escalón que subía sentía mi respiración y el suave zarandeo de la leche en la botella. Pasé de largo el entresuelo y el principal. El primer piso eran unas oficinas. Lo sabía por todas las veces que había pasado por delante del edificio. Lo había hecho algunas veces, aunque no me viniese de paso, entonces miraba hacia arriba y contemplaba cómo trabajaba la gente. Si me detenía podía ver cómo la pantalla azul se les reflejaba en las gafas y cómo la luz de los fluorescentes teñía la piel de los trabajadores de amarillo, como si estuvieran enfermos del hígado. Entonces me preguntaba cómo le iría a Samuel, pero por aquel entonces aún me dolía que aquel día me dejara en el pasillo, y me volvía a poner en marcha y casi corría hasta casa. Me preguntaba si algún día podría perdonarlo, nosotros, que siempre nos habíamos llevado tan bien, que cuando volvíamos a casa desde el colegio hacíamos turnos para chutar las piedras que encontrábamos por el camino. Una vez Samuel chutó una tan fuerte que me hizo sangre en la cabeza. No lloré y una gota de sangre me resbaló por la frente como una lágrima y Samuel me acompañó al ambulatorio, donde me pusieron unos puntos de papel y un poco de mercromina, y me hizo prometer que no diría a nadie que había sido él.
Hogueras (2): Primer piso | Texto y podcast
Ahora en las oficinas no había nadie. Habría pasado de largo si no fuera porque al llegar al primer piso la puerta estaba abierta
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