JUEGO DE TRONOS

Lo que Llarena y Puigdemont se llevan por delante

Bar Casa Manolo. / José Luis Roca

No es normal encabezar una crónica política con el nombre de un juez. No hace falta caer en las garras del independentismo mágico y comparar a España con Turquía para defender que eso no debería ser así. Y si esto ocurre no es por una injerencias extra constitucional del poder judicial. Ni tampoco porque este sea un Estado sin división de poderes. Lo es por el fracaso de la política. En primer lugar en los tiempos de la transición que, en una decisión comprensible por el contexto, se aceptó dar protección judicial a la forma de Estado en lugar de mantenerla en el terreno, justamente, del consenso constitucional. De ahí el periplo de los delitos de rebelión y sedición hasta su práctica desaparición. Unos temían que las mayorías políticas fueran en una dirección que no les convenía. Y otros que el poder ejecutivo utilizara el ejército para fines espurios. Y de dos miedos contrapuestos no surge nada bueno. En segundo lugar, estamos aquí por el quietismo de Rajoy en la década pasada. Un quietismo que ha exasperado al poder judicial y a la Casa Real. Pero aquí estamos para explicar cómo las bambalinas determinan el teatro de la política. Y esta semana, las bambalinas son judiciales.