Periodista
Mundo cruel
La humanidad ha avanzado en infinidad de aspectos, salvo en la crueldad e inquina con que algunos practican actos de dolor extremo hacia otras personas
Algunos de los hombres acusados de violar a Gisèle Pelicot durante el juicio que se celebra en Aviñón. / EFE
Francia está juzgando estos días a un monstruo y a sus colaboradores por la violación múltiple y reiterada de la esposa del primero mientras esta se encontraba bajo los efectos de una combinación de fármacos que el marido le suministraba para dejarla inconsciente. Es el ejemplo más reciente de la depravación y la crueldad que es capaz de alcanzar el ser humano. Basta con echar un vistazo a algunas crónicas de sucesos o a la lista de casos de violencia de género para darnos cuenta de que la comisión de atrocidades trasciende a cualquier dimensión espacio-temporal.
La evolución como sociedad, sobre todo en las llamadas democracias occidentales, nos ha aportado la consciencia de vivir en comunidad —con los valores de convivencia que ello conlleva— y concedido el marco jurídico y penal del que se carecía en otras épocas de la historia, lo que sin duda nos protege de la barbarie ante la que hace siglos debían exponerse a diario nuestros antepasados. Sin embargo, ello no ha servido para erradicar el elemento patológico que lleva a muchas personas a causar daño a otras con un grado de brutalidad que los avances sociales no han sido capaces de eliminar y parece poco probable que puedan hacerlo. Hubo, hay y seguirá habiendo bárbaros.
En las guerras actuales, como en el terrorismo o en las organizaciones criminales, se aplica la crueldad, el asesinato y la tortura de la misma manera que en cualquier periodo histórico anterior. Y, además, por sistema. También al cabo de la calle, sin necesidad de irse al frente. Muchos asesinos de mujeres matan a la pareja y también a los hijos, o solo a estos últimos con la finalidad de causar el mayor dolor posible.
Hay que pensar, por tanto, que el grado de civilización alcanzado con el paso de los siglos está desvinculado del nivel de perversidad que algunas personas son capaces de proyectar sobre otras. La crueldad nos distingue de otras especies, y en eso no hemos cambiado. Como individuos, somos tan capaces de amar y de odiar, de herir y de matar como lo éramos hace 500 años. El tipo de Francia, al margen de todos los calificativos que se le quieran aplicar, actuaba como el sádico que disfruta humillando a otros, en este caso a su propia mujer.
El sadismo se asocia generalmente a torturadores y asesinos. La psicología y la psiquiatría, disciplinas que habitualmente lo estudian, categorizan a los sádicos y a los psicópatas, pero también existe una escala diferente en lo que se conoce como el ‘sádico cotidiano’, que goza al herir a terceros o al verlos sufrir o es consciente de las consecuencias de sus actos. En ese apartado encontramos desde el trol de internet al jefe o al compañero de colegio que se regodean con en el daño que causan a otros.
El paso del tiempo y los avances tecnológicos y sociales nos han hecho más cultos, más respetuosos, más inteligentes, pero no menos crueles. El tal Dominique Pelicot al que se juzga en Francia podría haber actuado con idéntico salvajismo de haber vivido en la Edad Media, al igual que el tipo que amputó la mano a su pareja días atrás en Catalunya. Y además, sin que lo de ninguno de los dos fuera punible, puesto que las víctimas son mujeres. En el caso de Gisèle Pelicot, obligada a salir a rebatir los argumentos del abogado de su marido, que la presenta como cómplice en lugar de víctima («Me siento humillada», ha dicho), es donde advertimos no solo que la crueldad humana llegó un día para quedarse, sino que poco a poco reconocemos otras formas más sibilinas. El sadismo cotidiano, por ejemplo, está muy bien representado en ese abogado francés.
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