Editor y periodista
Ada se va, pero se queda
Incluso los que intentaron destruirla saben que la revolucionaria apuesta de Colau por una nueva movilidad ya no tiene vuelta atrás y quedará como su gran legado
La exalcaldesa de Barcelona Ada Colau, en abril pasado. / Europa Press / David Zorrakino
Ada Colau ha anunciado un inteligente paso al lado con ecos maragallianos. Su marcha a Italia recuerda inevitablemente al año sabático en Roma de Pasqual Maragall y sirve para hablar con calma de su legado, que contiene una paradoja: la alcaldesa que llegó para arreglar las injusticias con la vivienda pasará a la historia por haber transformado la movilidad de Barcelona. Se quedó a medio camino, por falta de herramientas, de construir más vivienda pública y de evitar más desahucios, pero consiguió cambiar para siempre la manera en cómo nos desplazamos, y en cierta forma vivimos, los barceloneses. El ayuntamiento de Colau impulsó el uso del transporte público, al que elevó hasta cifras récord, e invirtió por fin las prioridades: el coche fue progresivamente arrinconado en favor de la bicicleta y el peatón. En un mundo donde los políticos no se atreven a salirse de lo previsible, la transformación del transporte en Barcelona fue una pequeña gran revolución, que traía consigo defender y recuperar el espacio público, fomentaba el civismo y la ecología y modificaba incluso nuestra tradicional escala de valores. Este cambio estructural le valió un reconocimiento internacional sin prededentes de las grandes instituciones (ONU o Unesco), de grandes medios ('The New York Times' o 'The Guardian') y hasta de grandes referentes mundiales de la izquierda como Chomsky, Pepe Mújica, Judith Butler o Thomas Piketty.
Barcelona volvió a liderar e inspiró a ciudades como París, Nueva York, Londres o Milán, que adoptaron soluciones como las supermanzanas o la pintura del pavimento para la peatonalización. Curiosamente, el reconocimiento internacional a Colau contrastó con la virulencia con la que se le trató aquí, donde instituciones tradicionalmente prudentes como el RACC o Foment de Treball se convirtieron directamente en pura y dura oposición política, al mismo tiempo que sufrió una vergonzante campaña en las cloacas de las redes sociales. Fue también víctima de un repugnante asedio de grandes empresas a través de querellas, todas archivadas, que intentaron promocionar, sin éxito, la imagen de una alcaldesa perversa y de una ciudad decadente. Aquel acoso y derribo puso en evidencia que uno de los grandes problemas de Colau fue que, como le sucedió al coronel de García Márquez, no tuvo quien la escribiera. La profunda metamorfosis de la movilidad en Barcelona, pionera en el mundo, tuvo sus lógicos, previsibles y dirigidos detractores. Sin embargo, le faltó su compensación, un relato que la cosiera y la protegiera. Ya con las perspectiva del tiempo, podemos decir, eso sí, que aquellos ventiladores putrefactos fueron incapaces de evitar lo que pretendían: el camino que emprendió Barcelona con Colau, la poderosa idea de una ciudad para la gente y no para los coches, ya no tiene vuelta atrás. Ni siquiera el Ayuntamiento de Collboni, con tantas ganas de agradar a los más poderosos, ha podido encontrar argumentos para parar la feliz peatonalización de Consell de Cent, el valiente y necesario carril bici de la Vía Augusta, o la conexión del tranvía por la Diagonal. Es decir, que Ada Colau se va, pero en realidad se queda. Esta es su gran victoria, y a mismo tiempo la derrota de quienes intentaron, en vano, destruirla.
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