En el Paral·lel, a la altura de El Molino, a eso de las ocho de la tarde. Una caña con colegas en la terraza de un bar, con las estufas apagadas en este invierno de chichinabo. Mientras nos ponemos al día, se detiene frente a la mesa una mujer de unos 60 años que pide limosna. Dice que está enferma de cáncer y que, aun cuando la Seguridad Social le cubre el tratamiento, necesita pagar a diario la habitación compartida donde duerme. Un resorte interno se pone a la defensiva, ¿estará contando una milonga? Da igual. En cualquier caso, su vida es infinitamente más áspera que la nuestra. Los cuatro sacamos la cartera. La mujer sigue su camino con las monedas dejando tras de sí un rastro de pesadumbre entre las cervezas desbravadas que deriva la conversación hacia el azar, hacia la fatalidad de un traspié, de dar con los huesos en la cuneta. Las posibilidades se multiplican con la edad, a medida que el tiempo arrolla a los más vulnerables, a esos que el eufemismo llama sectores «no productivos». No es país para viejos ni enfermos.
La espiral de la libreta Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos
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