Mary Shelley acudía casi a diario al camposanto londinense de Saint Pancras a velar la tumba de su madre, fallecida en el parto. En esas idas y venidas, pudo haber prendido la chispa que la iluminó para acometer la escritura de ‘Frankenstein o el moderno Prometeo’ (1818), pues en aquella época sobreabundaban los robos de cadáveres para abastecer a los anfiteatros anatómicos. Así lo atestigua el libro ‘Diario de un resurreccionista’ (La Felguera), escrito entre 1811-1812, donde uno de esos saqueadores de sepulcros anota en su librillo de registro: “A las 3 de la madrugada nos levantamos y fuimos al cementerio del hospital, donde conseguimos 5 grandes”. El ombligo del mundo se situaba entonces en Londres, donde la sed de conocimiento científico y la pujanza económica galopaban de la mano sobre caballos de vapor. Florecían por doquier las escuelas de medicina, pero no había suficientes cadáveres para el estudio: por ley, solo los cuerpos de los ajusticiados podían derivarse a las aulas de disección. Así nacieron el negocio y un debate social sobre el que también elucubraron Dickens y Stevenson.
La espiral de la libreta Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos
Ladrones de cadáveres, un ‘revival’ del siglo XIX
Sobre la desarticulación de un entramado en Valencia para la venta de cuerpos
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