Allá por el pleistoceno, en el patio, a un niño se le ocurrió un experimento que unos cuantos abrazamos entusiasmados. Consistía en lo siguiente: cogernos de las manos formando una cadena cuyo primer eslabón —el jaimito del invento— metía dos dedos en un enchufe, el índice y el corazón, con el propósito de que la corriente nos atravesara a todos, de delante hacia atrás. Tras colocarme de las últimas, por si acaso, apenas sentí un leve cosquilleo en el antebrazo; menos mal. Ni nos pillaron ni repetimos aquella travesura que sería hoy impensable. No pretendo abogar por semejante entretenimiento, entiéndase, sino subrayar que los críos han perdido su espacio de descubrimiento autónomo: no realizan una sola actividad sin la supervisión estricta de un adulto. Los mocosos 'boomer', en cambio, lucíamos unas canillas llenas de moratones, arañazos y mataduras.
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