La espiral de la libreta Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos

El quinto entierro de Primo de Rivera

La exhumación del fundador de Falange arbitra una anomalía histórica

Incidentes a la llegada de los restos de Primo de Rivera al cementerio de San Isidro / Alejandro Martínez Vélez / EUROPA PRESS

Vuelvo a la magnífica novela de Ignacio Martínez de Pisón, ‘Castillos de fuego’ (Seix Barral), sobre la inmediata posguerra (1939–1945), que lleva tres merecidas ediciones en solo dos meses de andadura. El artefacto narrativo, de una amplitud panorámica, contiene combustible para una jugosa serie de televisión por el claroscuro de subtramas contrapuestas. Desde luego, el arranque resulta cinematográfico a más no poder: la primerísima escena recrea el traslado del cadáver de José Antonio Primo de Rivera desde el cementerio de Alicante —lo fusilaron al inicio de la guerra civil— hasta el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, en un periplo a pie que duró 10 días. Noche cerrada y helor de escarcha. Cirios y hachones iluminaban la multitud esparcida por la planicie y el féretro, cubierto por la bandera falangista y a hombros de 16 jóvenes «que desafiaban el frío con sus camisas desabrochadas y sus mangas recogidas hasta el antebrazo». Se relevaban cada pocos kilómetros, de retén en retén. Fue una operación diseñada por Ramón Serrano Súñer con el fin de convertir al fundador de Falange en mártir de la «cruzada», a pesar de la complicada relación que mantuvo con Franco. José Antonio había muerto a los 33 años, la misma edad que Jesucristo.