Me encontraba en el parque de la Ciutadella, a esa hora del atardecer en que los perros sacan sus dueños a pasear. Iban de aquí para allá —los perros— persiguiendo pelotas, jugando o marcando territorio, y alguien gritó “¡Rocky!” Dos de los perros levantaron las orejas y juraría que se miraron un instante. Aunque solo uno se acercó a su amo, la escena me hizo pensar: ¿qué le pasa al cerebro de un perro, cuando se da cuenta de que hay otro que se llama igual? Probablemente nada, pero lo cierto es que somos poco originales eligiendo nombres. Muchos canarios se llaman Papitu, muchos gatos se llaman Luna, o Blanquet, muchos perros se llaman Toby, Tuca, nombres así. Normalmente lo que vale para un perro no vale para un gato, y viceversa. Hace años tuve un vecino que siempre ponía el mismo nombre a sus perros: Lucas, Lucas II, Lucas III... Cuando uno se moría, adoptaba otro igual, siempre un Schnauzer negro. Parecía rechazar el paso del tiempo.
Artículo de Jordi Puntí Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos
Kafka en la Ciutadella
El Parc de la Ciutadella, un domingo cualquiera de otoño. /
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