No puede decirse que fuera una sorpresa. Las crónicas anunciaban muerte y devastación, pero no sabíamos la hora exacta, el momento preciso de las alarmas, el concreto instante de la luminaria siniestra de las bombas y los misiles. El aviso de la inminencia del ataque no evitó que aquella noche de febrero, antes de la primera detonación, la gente saliera a la calle e incluso que tuviera algo que celebrar (lo supimos después), no despreocupada de la probable guerra que estaba en la esquina, sino inmersa en la necesidad de pensar que no existiría. Nadie se fue a dormir imaginando una madrugada de fuegos y estallidos, de estremecimientos, de ruidos bajo el pavor, porque los rumores no son sino informaciones (o desinformaciones) vagas hasta que se concretan en una fecha, en aquel 24 de febrero de hace un año o en ese otro día, un 1 de septiembre de 1939, mientras W.H. Auden, en un bar de mala reputación de la calle 52 de Nueva York, escribe: “The unmentionable odour of death / offends the September night”, los versos que hablan de una noche aún veraniega y del olor ofensivo a muerte que no se puede decir y que tenía que acabar como una nube turbia de ignominia en todo el planeta.
Gárgolas | Artículo de Josep Maria Fonalleras Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos
El olor a muerte
Nos hemos acostumbrado a los gestos simbólicos, a los bombardeos reales, al drama cotidiano, sin prestarle mucha atención al fin, como si Ucrania fuera una ignota montaña lunar y no el escenario tan cercano de la tragedia
Niños en un hospital de Ucrania.
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