Artículo de Ángeles González-Sinde Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos

Final feliz

Frente a la indiferencia de la gran maquinaria de la sociedad que hemos construido, el mundo se detuvo para esperar a unos niños

Un trabajador en Davos.

Davos era el tema de las improvisaciones. Tres magníficos actores en el teatro Luchana de Madrid nos explicaban a un grupo de socios de Oxfam-Intermón en qué consiste esa reunión en el pueblecito de los Alpes. Aprendimos que originalmente era un destino para tuberculosos por su aire puro y sus sanatorios, y que hoy es una estación de esquí. Entre risa y carcajada nos colaron que los beneficios de ciertos bancos y corporaciones se han disparado mágicamente en 2022 a pesar, o tal vez por, la subida de precios y la nula subida de salarios, pero que los congregados en Davos no han hablado de eso ni de cómo aliviar nuestras cuitas, sino de inteligencia artificial y cooperación entre ellos. Aprendimos que tras la pandemia los bloques geopolíticos tradicionales se han movido y es más costoso transportar mercancías y materias primas de una punta del planeta a otra y, claro, eso hay que resolverlo con la magia de la economía y la política, no vaya a afectar a los beneficios de los accionistas. Y yo me pregunto, ¿qué les enseñan en las escuelas de negocios? ¿Qué maldades aprenden? Existen formas de dirigir una empresa sin sangrar a los empleados y a los consumidores finales. ¿Les hablan de ellas, de desigualdad y de pobreza? La contrapropuesta de Oxfam es muy sencilla: Tax the rich, que los ultrarricos que se reúnen en Davos paguen tantos impuestos como los demás, que mejore y fluya la famosa redistribución de la riqueza, que se acorte la estratosférica distancia entre las nóminas de unos y los beneficios de otros. ¿Cómo puede agradar a los ricachones vivir en un mundo donde aumentan los pobres? ¿No es mejor habitar un lugar rodeado de iguales? ¿De qué sirve la pasta si en cuanto sales de tu mansión todo es miseria?