Dos fuerzas icónicas irrumpieron en el panorama internacional en 2017. El primero llegó al poder después de una campaña de ruido y furia, excitando el miedo y el odio. La segunda alcanzó la presidencia insuflando optimismo, una presencia carismática que olía a frescura, ilusión y compromiso. Frente al poder autoritario de Donald Trump, trufado de mentiras, bravatas y extravagancias, Jacinda Ardern exhibía el poder cercano, empático y progresista. Mientras él se erigía en el referente del machismo rearmado y actuaba como un pirómano racista, ella era el rostro joven del logro feminista y abrazaba la solidaridad y la diferencia. Uno alentaba la ola de populismo conservador que sacudía el planeta, ella se perfilaba como la avanzadilla de un contrapeso posible. La disonancia ha acompañado a ambos personajes hasta su (por ahora) despedida política. Si Trump se agarró al poder hasta alentar una teoría falsa de robo de votos e incitó la insurrección, Arden ha anunciado su renuncia haciendo gala de una inusual sinceridad: no se siente con energía suficiente para cumplir su cometido. La despedida del primero procuró cierto alivio democrático. Inevitablemente, la renuncia de Ardern produce cierta desazón.
Limón & Vinagre | Artículo de Emma Riverola Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos
Jacinda Ardern: el agotamiento de un icono
La renuncia al cargo de la primera ministra de Nueva Zelanda es una lección de valentía, sinceridad, responsabilidad y coherencia
Jacinda Ardern, primera ministra de Nueva Zelanda.
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