Para gente de una cierta edad y de una cierta extracción social, los patinetes son un juguete para niños. La realidad, hoy, en una conurbación como Barcelona, es otra bien diferente. El patinete eléctrico es el medio de transporte de la última milla para decenas de miles de trabajadores. Son los que no tienen el transporte público a la puerta de su casa y que tienen su puesto de trabajo en un polígono industrial incomunicado si no es en coche o en moto. Son los que saben que el planeta los necesita y entienden que combinar el transporte público con el patinete es más sostenible que usar el coche o la moto que queman combustibles fósiles. Son los que compran patinetes homologados por la UE y los conducen responsablemente sin saltarse las normas de tráfico ni para vehículos ni para viandantes. Pero toda esta gente no existe para los tecnócratas de la Autoritat del Transport Metropolità de Barcelona que, presos de un ataque de pánico por el incendio de una batería de patinete, han decidido prohibir su uso en los trenes, metros y autobuses de la capital catalana. La medida, comprensible si se piensa solo en los riesgos y la responsabilidades en un nuevo accidente, ignora una realidad social evidente para cualquier usuario de la red pública. Estaría bien que, antes de decidir algo así, se pasearan por los servicios que regentan.
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Amenaza (¿terraplanista?) contra los patinetes
Una mujer circula en un patinete eléctrico por las calles de Barcelona /
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