El tiempo se lo fabrica uno mismo, de forma atolondrada los más de los días. Por esa razón, el mayor regalo del verano —mejor dicho, de las vacacioneS— es la felicidad del tiempo que transcurre tranquilo, como un riachuelo, sin más obligaciones que las autoimpuestas. Qué lejana parece ahora la luz de agosto, los días interminables en una aldea del Pirineo navarro, las mañanas de baños en la poza y las tardes en el comedor, a cobijo del sol despiadado, garabateando acuarelas o leyendo a placer. Solo las campanas advertían del transcurso, con una peculiaridad intrigante: sonaban dos veces para marcar cada hora, separados los toques por un lapso de un minuto, más o menos. ¿Por qué el doble repique? ¿Cuál de los dos marcaba la hora exacta? Daba igual; en el campo solo importa el presente puro. Las campanas, si bien automatizadas, vertebraban el día. Eran el alma del pueblo.
La espiral de la libreta
El tañido a muertos en la España vacía
El toque manual de campanas, patrimonio cultural de la humanidad
El campanario de la iglesia de Sudanell, cerca de la ciudad de Lleida.
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