La primera vez que te topas con una mierda de vaca se desmorona aquella teoría de que el tamaño no importa. En otros ámbitos se podrá discutir, pero en cuestión de excrementos es dogma de fe y palabra de Jesulín: impresionante. Supongo que sería ese impacto emocional lo que impulsó a una mujer a pedir ayuda a los servicios municipales de limpieza de Ribadesella, poco después de que algunos animales dejaran frente a su casa regalos de esos que no lucen en ningún salón. Pero esa insólita petición de auxilio de una urbanita, de visita en la España rural, no es un caso aislado. Están las quejas por los gallos -ha habido, incluso, algún juicio-, los malos olores, los campanarios, o porque esas mismas vacas, que cagan de forma inmisericorde cuando les viene el apretón, llevan cencerros que hacen ruido. Quizá por eso el ayuntamiento decidió hace un año instalar carteles en los que podía leerse: “Atención, pueblo asturiano. Usted accede asumiendo los riesgos: aquí tenemos campanarios que suenan regularmente, gallos que cantan temprano, rebaños que viven cerca, tractores propiedad de agricultores que trabajan para alimentarle y caminos asfaltados, no autopistas; conductor, circule con precaución”.
Artículo de Carles Francino Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos
Caca de la vaca
Como dice Daniel Gascón en su muy recomendable 'Un hípster en la España vacía', el problema no es que esté vacía sino con qué la llenamos. De idiotez, mejor que no
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