En la sala de máquinas de la integración europea el fusible franco-alemán rige desde que, en la aridez de posguerra, el canciller Adenauer y Charles de Gaulle se vieron por primera vez el año 1958, en Colombey-les-Deux-Églises, la casa solariega del general. Adenauer llegó con retraso porque su chófer se equivocó de pueblo –hay cinco Colombey en la zona-. De Gaulle le saludó en alemán. El canciller alemán pasó allí la noche. Hablaron y apartaron recelos, aunque madame De Gaulle hubiese preferido no tener un alemán en casa. Eran personajes de fisonomías muy acusadas: Adenauer con perfil de jefe sioux y De Gaulle con talla de tótem galo. De Gaulle había vuelto al poder con la crisis de Argelia; Adenauer llevaba más de una década en la cancillería. Coincidieron en no pocas cosas: a la OTAN le faltaba consistencia, la relación franco-alemana debía aplicarse a la Europa de los Seis, los británicos estaban arruinados por la guerra, la amenaza soviética acuciaba, los norteamericanos eran muy juveniles y, sobre todo, el rencuentro franco-alemán urgía. Concretar no sería tan fácil. Poco apreciados por De Gaulle, se habían dado pasos previos –la declaración Schuman, la mancomunidad del carbón y del acero- aunque falló, como ahora, la defensa común europea. Los tratados –decía De Gaulle- son como las muchachas jóvenes y las rosas: duran lo que duran.
Desperfectos Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos
El fusible franco-alemán
Tal vez los nuevos tiempos de la Unión Europea no son para regular y reglamentar más sino para adquirir peso geopolítico
Emmanuel Macron reunido con Olaf Scholz. /
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