A las once de una mañana primaveral, John Cheever, el Chéjov de las urbanizaciones norteamericanas, anota, en uno de los 29 cuadernos que dejó escritos, un párrafo bien fisiológico: «Me duele el estómago, me pica el escroto, mi corazón se agita, me duele al respirar, se me cae el párpado derecho». Algunos diaristas varones, tanto difuntos como vivos y coleando, hablan con naturalidad de los argumentos del cuerpo. Migrañas, optalidones, resacas antropomórficas. Las consecuencias de una noche loca o el suplicio de un insomnio tenaz. Una bajada de la tensión, almorranas, problemas renales, el peso de la dentadura postiza. Pienso que, si descienden hasta la charca de lo orgánico, lo hacen mayormente para epatar al lector; ellos lo valen, porque tienen gracia y soltura para escribir sobre poluciones nocturnas, la parábola que dibuja en el aire una micción o los concursos adolescentes para ver quién tiene el pene más largo. A veces consignan también catas geológicas sobre cuerpos femeninos. O bien un escarceo con la criada mientras se extiende la peste por el Londres del siglo XVII («… acariciarle los senos, por la mañana, cuando me viste: son los más hermosos que he visto, es preciso declararlo», Samuel Pepys).
La espiral de la libreta | Artículo de Olga Merino Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos
Público, privado, íntimo, secreto
Algunos diaristas varones se zambullen con naturalidad en los argumentos del cuerpo
La escritura nos define socialmente
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