Dice un viejo aforismo que la catadura moral de una sociedad se mide por el trato que dispensa a sus mayores. Si recordamos lo que ocurrió en España en los meses más duros de la pandemia, en la primavera del año 2020, se nos debería caer la cara de vergüenza. El impacto del virus puso al descubierto que miles de familias almacenan a sus abuelos en simples depósitos humanos, fuera del alcance del sistema sanitario, en muchos casos hacinados y en demasidas ocasiones en la más absoluta soledad. Muchos residentes apenas notaron la prohibición de recibir visitas porque ya no las tenían antes. Ese hacinamiento contaba en demasiadas ocasiones con la complicidad de las autoridades políticas, temerosas de poner en evidencia la raíz del problema: ni los familiares ni las administraciones gastaban lo necesario en el cuidado de los ancianos. Algunas fuerzas políticas pusieron entonces el foco en la titularidad de esos centros. Posiblemente, algunos inversores calcularon mal cuando entraron en este sector, intensivo en superficie y en empleo, aunque tuviera el atractivo de la estabilidad y la recurrencia. Posiblemente, también, las comunidades autónomas no ejercieron su labor regulatoria, extorsionados en algún momento por unas patronales que sabían del carácter esencial del servicio que prestan en la actual organización de la sociedad. Y así llegamos a la tragedia del año 2020 tan bien resumida en el reciente libro de Alberto Reyero, que fue consejero de Políticas Sociales con Isabel Díaz Ayuso. Un relato escalofriante de lo que entonces se hizo.