La abuela Dolores reutilizaba el aceite de freír. También solía tumbar la bombona de butano sobre el suelo de la cocina para aprovechar hasta la última gota del fluido. Ella, que venía del campo profundo, de la lluvia escasa, siempre consideró el agua un bien preciosísimo, de manera que a nadie en su reino se le hubiera ocurrido dejar el grifo correr mientras se cepillaba los dientes; se habría llevado un pescozón. Había literas azules en las habitaciones. Era una casa muy loca y divertida la suya —la mirada de niña así lo percibía—, un piso exiguo y con demasiados habitantes de horarios dispares: uno de los varones trabajaba en el turno de noche de la Seat, mientras que una de las chicas, una de mis tías más jóvenes, se sentaba muy temprano a la remalladora para rematar los cuellos y puños de prendas que atestaban el pasillo de bolsas negras. En la pugna entre el ruido maquinal y el sueño derrengando de la fábrica, alguna vez voló un zapato. Nada. Pequeñas historias que comparten espíritu con las que desgranó Luis Landero en una obra deliciosa, titulada ‘El balcón en invierno’: «Y pasó el tiempo, y el pueblo y el campo fueron quedando atrás, cada vez más atrás, pero ya inalterables en el ámbar de los recuerdos y sentimientos infantiles, ajenos a las mudanzas del tiempo, congelados en la memoria para siempre».
La espiral de la libreta Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos
Ahorro energético, pedagogía hiriente
Sobra el tono aleccionador, como si en los hogares cundiera el derroche
Una bombilla encendida.
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