Madrid, plaza de Colón, Teatro Fernán Gómez. Tuvieron que pasar varios minutos de silencio sepulcral para que un espectador se arrancase con tímidos aplausos que no secundó casi nadie. Es raro que algo así ocurra cuando termina una obra, pero no estaba el horno para bollos después de que dos magníficas actrices canarias, transmutadas en iraquí y afgana respectivamente, abandonaran presas del pánico el escenario -una jaima, en realidad- que recreaba el campo de refugiados de Moria, en Lesbos. Sus personajes, inspirados en historias reales, huían del incendio que hace dos años arrasó ese vertedero de derechos humanos, donde Europa pone pie en pared para que los que huyen de la muerte no afeen sus calles. Es la misma Europa que ahora acoge sin aspavientos, e incluso con un puntito de orgullo, a los miles de ucranianos que el bestia de Putin ha echado de su país a bombazo limpio. El contraste resulta insoportable, pero se entiende: esta guerra ha estallado a las puertas de casa y nos afecta directamente al bolsillo. Por eso resulta tan higiénico que a través del teatro alguien nos arree un puñetazo en el estómago; al menos para que no podamos alegar ignorancia ante tan escandalosa discriminación.
Artículo de Carles Francino Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos
'Moria' | Para eso sirve también el teatro: para incomodar
Una mujer huye con su hijo del incendio declarado en el campo de refugiados de Moria, el 9 de septiembre del 2020. /
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