Estuve hablando con Albert Om, en su programa Islàndia, mientras veíamos, al fondo de la Diagonal, cómo la marabunta rugía, en un espectáculo insólito que, primero, nos sorprendió, rodeados en un laberinto de calles cortadas en una Barcelona desconcertada, y que después nos indignó, al comprobar, en el estadio, que no jugábamos en casa, que, como mucho, estábamos en una final con las entradas repartidas entre aficiones, una final que, de hecho, es lo que significaba para el Eintracht y no para el Barça, porque jugar unos cuartos de la Europa League era como comer un bocadillo de mortadela industrial después de haber estado en El Celler de Can Roca. Albert me preguntó – era Jueves Santo – si el partido se presentaba como un Viernes de sufrimiento y dolor o como un día de Pascua. Le dije que se parecía al Sábado de Gloria, a la expectativa de una resurrección anunciada y siempre cumplida.
UN SOFÁ EN EL CÉSPED
Los versos más tristes
Un sector del Camp Nou ocupado por aficionados alemanes del Eintracht. /
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