El primer campo de refugiados que visité se erigía en la frontera de Chaman, en el sur entre Afganistán y Pakistán (entre Quetta y Kandahar), en plena guerra de Estados Unidos en Afganistán después de los atentados del 11 de septiembre. Era una gran ciudad de tiendas de campaña con el símbolo de la ONU en medio del desierto, infestado de moscas. Mis fotos de aquella cobertura muestran a niños descalzos, hogueras de basura quemada, mucho polvo, largas colas para recoger las raciones de agua y comida. Las fotos, imperfectas, no llegan donde sí alcanza la memoria: el calor, las conversaciones quedas, las miradas adustas y un olor que después fui reencontrando en otros lugares: en los campamentos de la frontera entre Irak y Jordania, en las ruinas del campo arrasado de Jenin en Cisjordania, en los campos permanentes del sur del Líbano, en los edificios de la UNRWA acribillados a balazos al sur de Rafah, en Gaza. Es el olor del miedo, la pobreza y la incertidumbre. Es el olor de un presente oscuro y de un futuro que solo se vislumbra aun peor.
Décima avenida | Artículo de Joan Cañete Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos
Cabellos rubios y ojos azules
La crisis de Ucrania muestra que la acogida de refugiados no es un problema ni de medios, ni de cantidad ni de integración; es una cuestión de voluntad
Un grupo de voluntarios sirve comida a refugiados procedentes de Ucrania en el puesto fronterizo de Medyka, en Polonia. /
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