Volvemos a la rutina. Aún quedan días de agosto y todavía queda un septiembre que, muchas veces, es pletórico y solar como el mes de junio, aunque contenga trazas del otoño que se anuncia, pero la percepción es que volvemos a la crudeza de las cosas a las que hay que aferrarse para no perder el norte y que, al mismo tiempo, son rejas de una realidad que nos angustia. Hemos vivido un verano extraño como el otro, el del año pasado, conmovidos por desastres naturales, por el anuncio del apocalipsis, por la llegada (también anunciada) del terror, con fotografías pavorosas que nos transportaban a las mismas fotografías de hace veinte años, con personas que caían al vacío, para huir, para escapar. Hemos vivido, seguro, cada uno los suyos, momentos esplendorosos y días de vela y desazón, quizás más de este lado, pero con el coraje desatado de aprovechar los otros para hacer frente a todo lo que es incierto. Un verano como el otro, el del año pasado, pero también diferente, porque ahora somos más conscientes y porque no hay una fecha en el calendario que nos hable de un final. Solo el regreso de la rutina, como cada septiembre, la sensación que es mitad angustiosa, mitad resignada, de pasar por las horas de melancolía que nos hacen pagar en la frontera entre las vacaciones y el trabajo.
Conexión entre extraños Opinión Basado en interpretaciones y juicios del autor sobre hechos, datos y eventos
Tren a Galway, un 28 de marzo
Hay maneras de superar el mal trago de la vuelta a la rutina. La ficción, por ejemplo, que nos aporta la posibilidad de pensar que el amor no es una fugacidad
Lucy Boynton y Kit Harington, en la segunda temporada de ’Modern love’. /
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