Es un hecho comprobado —personalmente y a través de la observación de la gente— que el cambio de aires despierta el apetito. Salir a ver mundo, y de hecho cualquier viaje que te lleve a otra realidad, ya sea a diez kilómetros de casa o en el otro extremo del país, suele ir acompañado de una disposición a comer, y sobre todo a comer más de lo habitual. Josep Pla contaba que, cuando era fiesta mayor en Llofriu, los músicos de la orquesta contratada se alojaban en casas particulares del pueblo. Su compañía era agradable, sabían conversar, pero cuando llegaba la comida se hartaban “como ladrones”. El hambre apretaba.
Viajar y comer
La ocasión hace al glotón
Los vecinos volvemos a meternos en el papel de extras en la película que se montan los turistas, en la ciudad de la opulencia gastronómica
Un restaurante de Barcelona, abierto por la noche.
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