Mientras contamos los días para que terminen el estado de alarma y el toque de queda, y las calles vuelvan a ser siempre nuestras —de nosotros los humanos, quiero decir—, me acuerdo de que hace un año, en el confinamiento más duro, estábamos asombrados de ver que los animales se habían adueñado del mundo. Todavía conservo algunos vídeos que corrían por las redes sociales. Una foca que se paseaba por el río Urumea en Donostia; los jabalís que bajaban por la calle de Balmes, en Barcelona; la manada de monos que conquistaban el centro de Bangkok en busca de comida; un rebaño de ciervos trotando entre casas adosadas de un suburbio de Maryland, en Estados Unidos. Cuando salíamos a comprar a hurtadillas, como si hiciéramos algo prohibido, descubríamos que las cotorras de Barcelona volaban muy bajo, sin miedo de los coches, y de la noche a la mañana los parques públicos cerrados se convirtieron en reservas naturales.
Conciencia ecológica
Más humanos, más animales
Me gusta pensar que la tregua que tuvimos que conceder al medioambiente durante el confinamiento más duro también nos la dimos a nosotros mismos
Un pato se pasea por una calle de Cullera (Valencia), durante el confinamiento, en marzo de 2020. /
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