El saloncito del presidente turco se antojaba muy incómodo para una velada de Netflix y pizza, para confesar «mamá, me divorcio» e incluso para una reunión de alto voltaje diplomático, como fue el caso. La distancia sideral hasta la mesa de centro y esos muebles mazacote conformaban una atmósfera rígida, de mírame y no me toques, de donde salir corriendo antes de convertirte en estatua de sal, como le sucedió a la presidenta de la Comisión Europea. Una vez dentro de la estancia, Recep Tayyip Erdogan y Charles Michel, presidente del Consejo, se arrellanaron en las butacas, dejando a Ursula von der Leyen compuesta y sin asiento, plantada sobre la alfombra como un ama de llaves a punto de susurrar: «Señores, ¿sirvo ya el café o prefieren esperar?». Carraspeó, y nada; tuvo que acomodarse en un sofá lateral, en plan intérprete o convidada de piedra. La alemana Von der Leyen, baronesa y madre de siete hijos, ha confesado haberse sentido «sola y humillada» tras el feo, pues le correspondía un asiento del mismo rango. Tanto monta el uno como la otra (ese es uno de los lastres de la UE: mucho cargo y pocas nueces).
Las implicaciones del 'sofagate'
El saloncito de Erdogan
Von der Leyen hizo bien en sacarles los colores. Por las mujeres turcas. Por las que no tienen voz
Momento en que Von der Leyen se queda sin asiento.
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