La mujer sobrepasa los 70 y bordea serenamente los 80. Es menuda. Pelo corto, de un blanco rabioso. Gafas estrechas. Montura azul celeste. Habla por los codos. Pero en el desayuno donde coincidimos a diario se comporta, esta mañana, de un modo no habitual. Hay más silencios que nunca. Me dice que está a punto de tirar la toalla. Pausa. Que ya no entiende nada. Pausa. Que lleva un año cumpliendo a rajatabla todos los protocolos. Pausa. Que estuvo muchos meses saliendo de casa solo para tirar la basura en el contenedor de la esquina y hacer la mínima compra en el supermercado de enfrente. Que renunció a los paseos, a las meriendas literarias, a las dos tardes de cine por semana. Que lleva meses sin ver a su familia. Ni siquiera en navidades. Aquí la pausa es más larga que nunca. Toma aire, yergue el esqueleto, mira a lo alto, suspira y sigue. Que con el ánimo pequeñito, como le corresponde a su físico, vivió el miedo al contagio y la pena por los muertos. Que celebró, alborozada, la llegada de la vacuna. Que llegó a subirse a lo alto de la cama para bailar, sola; gritar, sola; volverse loca, sola, de alegría. Y que ahora –apura el café, aparta la taza, dobla la servilleta, baja la mirada– se siente más sola que nunca. Injustamente olvidada.
La gestión de la pandemia
¿Será capaz de contarlo así?
Sobrepasa los 70, bordea los 80, lleva semanas esperando la vacuna y se siente sola e injustamente olvidada
Un hombre mayor recibe la vacuna en el CAP Casernes, en Barcelona. /
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